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Sabana de Bogotá

Sabana Verde de Bogotá

Diciembre 27 / 2017

La planeación regional es un tema de actualidad para los bogotanos involucrados con la urbanización y el problema del crecimiento desordenado de… ¿de Bogotá? ¿De Bogotá y los municipios aledaños? ¿De Bogotá sobre los municipios vecinos? ¿De la Sabana de Bogotá? ¿De Bogotá y la Sabana? La pregunta no es clara y, en consecuencia, el problema y la eventual solución tampoco lo son. Está claro que la población, el área construida y el negocio de la construcción crecen; está claro que lo hacen en desorden; y está claro que es un problema que requiere solución. Lo que no está claro es ¿cuál es el problema? Y menos ¿cuál sería la solución? Para unos, habría que aceptar el crecimiento y preverlo, lo cual implicaría un conjunto de soluciones; para otros, lo que habría que hacer es detener el crecimiento y en lo posible disminuir la población, lo cual requeriría un tipo diferente de soluciones. En cualquier caso, la respuesta es la planeación regional, un tema favorito de los estudios urbanos y los foros especializados durante los pasados treinta o cuarenta años.

Para los graduados durante el siglo XXI se trata de un tema caliente. Si el grado es de los 90, el valor se reduce a interesante, pero si el modelo del graduado es 70 u 80, se trata de un sinsabor de tres o cuatro décadas de antigüedad, bautizado y rebautizado con variantes como Bogotá y la Sabana, Bogotá y los municipios aledaños, Bogotá metropolitana, Gran Bogotá, Cuenca media del río Bogotá y la más reciente Región Administrativa de Planeación Especial, RAPE, que incluye como «región» a los departamentos de Boyacá, Meta, Tolima y Cundinamarca. Visto por edades, el número de asistencias de un regionalista a un foro de aquellos en los que se resalta con estadísticas apocalípticas que la mayoría de la población mundial es urbana y en aumento, y que la planeación regional es inminente, tiene otro tipo de medida: para alguien menor de 40, el rango de asistencias puede estar entre 5 y 10; para los mayores de 40, por lo menos 10; y para un mayor de 50, la cuenta ya se perdió. En el último de estos encuentros de cuenta perdida al que asistí, un exalcalde municipal vaticinó con frustración que, por experiencia, «el 1 de enero de 2020, todo vuelve a empezar». En diez palabras, la sentencia de este ex-planificador urbano dio cuenta de la historia reciente del primer día de 2008, 2012 y 2016, al tiempo que anticipó algo del próximo amanecer cuatrienal, en 2020.

Lo que pasará dentro de dos años con las ideas del nuevo alcalde para la nueva Bogotá es incierto, pero de cumplirse el vaticinio del eterno comienzo, se sabe que los funcionarios salientes serán empapelados por cuanta minucia haya disponible, de la inconstitucionalidad de una fotocopia mal autorizada en adelante. Y se sabe que mientras avanzan las investigaciones, el nuevo gobernante se dedicará a sacar adelante, en tiempo récord, sus temas predilectos en materia de planeación, aprovechando que todo alcalde colombiano se convierte, por voto popular, en doctor honoris causa en planeación urbana y en panelista de rigor en los foros de planeación regional.

Aunque el problema de las fotocopias no es de planeación, es probable que si éste algún día se resuelve, el otro se desvanezca. La solución para la planeación, en cambio, es bastante sencilla, en términos generales: que los alcaldes nacionales dejen de tener el poder y la obligación de planear el espacio de las ciudades, y se dediquen exclusivamente a administrarlas, a través del único tipo de plan acorde con lo que le corresponde a un político, elegido para gobernar: el plan de desarrollo.

Un plan de desarrollo es un plan de inversiones y manejo del gasto público, hecho a partir de las prioridades y compromisos adquiridos por el alcalde durante la campaña. Por disposición legal, el nuevo gobernante tiene que presentar su plan durante el primer semestre de gobierno para el manejo de los presupuestos en salud, aseo, transporte, recreación, educación y mantenimiento vial, entre otros. Dentro del temario sobresale el plan de obras públicas, que incluye las obras por las que los alcaldes son más recordados. Obras como la Avenida Eldorado y el aeropuerto, los puentes de la 26, la Autopista Norte, las bibliotecas públicas, TransMilenio o el metro. Desafortunadamente, la tradición política nacional confunde planear y ejecutar obras viales y construir vivienda de interés social con planear el espacio urbano. El origen de la confusión viene de los años 1960, por cuenta de lo que se llamó planeación integral, la cual consiste, precisamente, en sobreponer «lo social, lo económico y lo espacial». No obstante, entender que planear «lo económico y lo social» deba necesariamente estar ligado a «lo espacial» ha llevado a economistas y alcaldes por igual, a confundir un plan de obras públicas con un plan urbanístico.

La tradición de la planeación espacial arrastra también su propia confusión. Lo demuestra con creces el sistema de ordenamiento territorial, OT, que combina en una lo que son dos necesidades diferentes: planear el medio ambiente natural y planear el medio ambiente construido. La confusión se acentúa con un prejuicio según el cual el medio ambiente es «natural» y, en consecuencia, construir es una especie de atentado contra la naturaleza. Así que si bien la primera parte de una eventual solución sería que los alcaldes no planeen el espacio, la solución efectiva requeriría, además, que la planeación del espacio se divida en dos: la planeación del medio ambiente natural, a cargo del ordenamiento territorial y la planeación del medio ambiente construido, a cargo del urbanismo. En conjunto, tendría que haber una secuencia ordenada de planes: primero, un plan de ordenamiento territorial para la Sabana, que determina las áreas no-urbanizables y las áreas urbanizables; segundo, un plan urbanístico municipal o distrital, limitado a las áreas urbanizables; y tercero, el plan de desarrollo o plan de gobierno.

Si en la Sabana de Bogotá hiciéramos la separación, habría un único plan de ordenamiento territorial, POT, para toda la Sabana; y una serie de planes urbanísticos municipales, ninguno de los cuales sería «autónomo», en el sentido que la primera tarea de cada plan sería adecuarse al POT-Sabanero. Así, los alcaldes quedarían por fuera de la planeación espacial y los urbanistas por fuera del ordenamiento regional. Si esto llegase a suceder y el alcalde se limita a utilizar adecuadamente los recursos de que dispone, es probable que el lío de las fotocopias se apague por falta de combustible.

Sin giros innecesarios para la región y al territorio, la región a la que pertenece Bogotá y por lo tanto el territorio sujeto al ordenamiento territorial es la Sabana. Denominaciones como Región Bogotá-Sabana, Gran-Bogotá, Región Bogotá-Cundinamarca, Bogotá y sus municipios aledaños, Bogotá Metropolitana y Cuenca media del río Bogotá son de origen económico y demográfico, no geográfico. Corregir estas asociaciones y definir geográficamente la región consiste en reconocer que el conjunto Bogotá D.C, municipios, cerros, sistema de ríos y planicie, compone un único territorio y una única región geográfica. Sin embargo, el territorio sabanero solo existe geográficamente porque la división territorial colombiana se limita a departamentos y municipios. Para que exista hay que «crearla» y solo se puede hacer desde el Congreso a través de una reforma constitucional. La reforma tendría primero que crear la Sabana como un territorio, pero ello sería apenas un prerrequisito, no un objetivo, pues el objetivo sería la creación de la estructura ecológica principal de la Sabana como un territorio nacional. Para ello se requiere previamente un cambio conceptual para la planeación: que la autonomía municipal de paso a la estructura ecológica principal como concepto rector para la planeación espacial.

Hay dos antecedentes con los que hay un deber: la Declaración de Río de Janeiro sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, en 1992; y la Ley 99 de 1993, por la cual se crearon el Ministerio y el Sistema Nacional Ambiental, SINA. A la Constitución de 1991 no se le puede reclamar la falta de inclusión de un acuerdo de 1992 y de una ley de 1993. No obstante, después de suscribir un tratado internacional y de conformar una institución como el SINA, la Constitución debió haberse sintonizado con el nuevo espíritu de la época. Desde luego, la ley 388 de 1997 -ley e desarrollo territorial- trató de hacerlo. Pero lo hizo sin modificar el ordenamiento y a partir del concepto de autonomía presupuestal, trasladado equívocamente a autonomía territorial.

Si se crea la estructura ecológica principal de la Sabana como un territorio nacional, generaría cambios territoriales de gran impacto. Por ejemplo: i) Bogotá dejaría de limitar con Mosquera, Funza, Cota y Chía, a través de una línea punteada sobre un mapa, localizada en el fondo del río Bogotá; ii) Bogotá también dejaría de limitar con la Calera, Ubaque y Choachí, a través de una línea punteada sobre algún lugar de los cerros orientales: iii) en consecuencia, Bogotá, Mosquera, Funza, Cota, Chía, la Calera, Ubaque y Choachí pasarían a limitar con un territorio nacional de miles de hectáreas, que es una parte de la Sabana «de» Bogotá. En la práctica, con la Sabana «del río» Bogotá, si consideramos que “de” Bogotá implica un equívoco inocente que lleva a algunos bogotanos a pensar que la Sabana les pertenece y que alguien se las está quitando. Equívocos similares son, por ejemplo: que la Sabana es algo «más allá» o allende de Bogotá D.C.; o que la Sabana disminuye en la medida que el D.C. crece; o que los cerros no son parte de la Sabana porque la Sabana es plana.

Si aspiramos a ser consecuentes con el medio ambiente construido y la realidad urbanística de la Sabana del río Bogotá, habría que afrontar la posibilidad de que en un siglo, o menos, pasemos de de 8 o 10 millones de personas a 15 o 20 millones. Basta considerar que Bogotá duplicó cuatro veces su población durante el siglo XX, pasando de 500 mil a 1 millón, a 2 millones, a 4 millones y finalmente a 8 millones. Como en 1954, se vio que el suelo disponible no alcanzaba, y que «los urbanizadores» llevaban varias décadas «urbanizando» por fuera del perímetro urbano, los municipios aledaños de entonces –Usaquén, Suba, Engativá, Fontibón, Bosa y Usme– se anexaron y de un día para otro la ciudad duplicó su tamaño. Hoy, ante la perspectiva «increíble» de volver a doblarnos, podemos seguir esperando a que el gobierno nacional adopte un autoritarismo similar que amplíe el perímetro urbano y convierta los nuevos municipios vecinos –Soacha, Mosquera, Funza, Cota, Chía, La Calera, Ubaque y Choachí– en localidades del D.C. O que adopte políticas revolucionarias como el decrecimiento económico de Serge Latouche o el despoblamiento de la Sabana en función de un nuevo país de ciudades intermedias de Felipe van Cotthem.

Podemos también continuar organizando foros regionales mientras unas pocas firmas constructoras y unos cuantos alcaldes «voltean» el suelo sabanero según sus propias ideas de desarrollo «sostenible», «ecológico» o «verde», según la preferencia publicitaria de la estrategia de mercadeo. O bien podemos afrontar la perspectiva «inexorable» del crecimiento urbano sobre unos mínimos de racionalidad geográfica y política, y reconocer: i) que la Sabana se puede planear, empezando por definir con claridad las áreas urbanizables y las no-urbanizables; ii) que las áreas no-urbanizables constituyen la base de la estructura ecológica principal; y iii) que la estructura ecológica empieza por el sistema río-cerros, considerado como un sistema espacial. Todo esto, por supuesto, si aceptamos que se trata de planear dónde van a vivir millones de personas y que para ello es indispensable tener claro que lo harán -lo haremos- en un doble medio ambiente: uno construido y uno natural.

Poco se puede esperar de los partidos políticos actuales y de sus dinámicos miembros. En la práctica, si las reformas -constitucional o administrativa- fueran en beneficio del medio ambiente construido, probablemente tendrían muchos aliados. Si se limitaran, en cambio, al medio ambiente natural, lo más probable es que sus aliados se perderían después de las elecciones. Sin embargo, si en realidad hay un partido Verde con una ideología política Verde, podría haber una esperanza en una congresista como Angélica Lozano, quien hasta el momento ha demostrado tener un comportamiento ideológico inelástico. Lo que no se sabe es si estaría de acuerdo con que la ideología Verde no es ambientalista, a secas.

La ideología Verde no se pregunta si la sabana es una región, o si la reserva van der Hammen es necesaria, o si le conviene a Bogotá, o si a los dueños de la tierra se van a molestar, o si el urbanismo es malo y el ambientalismo bueno. Una ideología Verde se pregunta, en cambio, cuántas reservas más, tipo la van der Hammen, son necesarias para configurar la estructura ecológica principal de la Sabana del río Bogotá y cómo hacer para que lo que se sabe que es una región geográfica se convierta, además, en una región política, en la que eventualmente puedan convivir armónicamente 20 millones de personas. La respuesta tiene dos partes: i) habría que modificar el ordenamiento territorial colombiano para que la estructura ecológica principal de la Sabana del río Bogotá sea un territorio nacional; y ii) habría que modificar el sistema de planeación del espacio para que haya un único ordenamiento territorial sabanero y múltiples planes urbanísticos municipales, todos conectados a una única estructura ecológica principal.

ACLARACIÓN Y MICO

Aclaración

La estructura ecológica principal sería solo una parte de las áreas no-urbanizables de las que se ocuparía el OT. Las otras son: ii) las áreas destinadas a la producción de alimentos y materias primas (agrológicas, ganaderas, mineras); iii) las áreas destinadas a la producción de energía (hidráulica, eólica, solar, atómica); iv) las áreas destinadas al tratamiento de desechos (agua, basura, reciclaje); v) las áreas destinadas a centrales de abasto (alimentos, productos); vi) las áreas destinadas a terminales de transporte (aviones, buses, trenes); y vii)las áreas destinadas a las carreteras y ferrocarriles nacionales, cuyas áreas de afectación deberían igualmente estar protegidas como territorios nacionales. Ninguna de estas áreas tiene la necesidad de urbanistas, cuya naturaleza, como su nombre lo indica, es urbanizar.

Mico

Considerando:

1. Que Soacha ya es parte del Distrito Capital.
2. Que Mosquera, Funza, Cota, Chía, La Calera, Ubaque y Choachí dejarán de limitar con Bogotá y pasarán a hacerlo con el territorio nacional denominado Estructura Ecológica de la Sabana del río Bogotá.
3. Que a pesar de lo anterior, entre estos municipios continuará habiendo límites lineales por medio de cercas o punteados invisibles, en lugar de espacios.
4. Que para muchos planificadores es imposible renunciar a la tabla de Excel y al pensamiento lineal y en dos dimensiones.
5. Que el páramo de Sumapaz no es una localidad cuya manipulación estadística para generar cuentas engañosas como que más del 50% de Bogotá es una reserva ambiental, es perniciosa.

El Congreso de Colombia decreta-ría como artículos complementarios:
Primero, que Soacha pasa a ser una localidad más de Bogotá y Sumapaz una parte de la estructura ecológica.
Segundo, que entre uno y otro municipio de la Sabana, cualquiera que sea, cuando el municipio no limite con la estructura ecológica principal, se debe considerar un espacio de 200 a 400 metros a lado y lado de la línea divisoria entre los dos municipios, de modo que la planeación de este espacio tenga que ser concertada. En caso de que pasados 50 años los municipios involucrados no logren dicha concertación, el Ministerio del Medio Ambiente entrará a decidir qué uso darle a la franja.

* Imagen tomada de El Tiempo.

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queridos viejos

Viejos, mis queridos viejos

En días pasados y en una columna titulada Arquitectos y frases, citaba yo los pensamientos de algunos maestros que acompañaron la formación de muchos colegas de varias generaciones de arquitectos en la mitad del siglo XX, pensamientos que se pueden resumir así:

El más mínimo detalle debe tener un sentido o servir a algún propósito. La forma siempre sigue a la función. Menos es más. Dios está en el detalle. La excelencia no se alcanza cuando no falta nada, sino cuando no queda nada que se pueda quitar. No hay que tratar de hacer lo que hicieron nuestros maestros, sino lo que ellos trataron de hacer.

La única manera de medir el resultado de la formación de estos arquitectos es a través de sus obras. Los invito entonces a hacer un recorrido imaginario por Bogotá, visitando una docena de edificios representativos de los distintos tipos, usos y tamaños de la arquitectura de ese momento. Considerados de una gran calidad, y que han pasado la barrera de los años, demuestran que las virtudes reconocidas en el momento de su construcción se conservan, y así se confirma que su arquitectura no fue una moda efímera.

Nuestro punto de partida de este paseo virtual, la plaza de Bolívar, es uno de los mejores proyectos de Fernando Martínez. Se trata de una alfombra de piedra con un discreto diseño, extendida sobre el piso, que soluciona con esmero la unión de la plaza con las calles y edificios que la rodean. Además del piso, complementa el diseño la estatua ecuestre de su dueño –el Libertador– que desde su pedestal otea las manifestaciones de apoyo o protesta de los ciudadanos en su ágora. Aquí menos fue más.

Subiendo entre la Catedral y la Puerta Falsa –la mejor agua de panela de la ciudad–, se llega a la biblioteca Luis Ángel Arango. Adentro hay un recinto que se destaca por su bello diseño y calidad acústica. Se trata de la Sala de Música, espacio ovalado proyecto de Germán Samper donde colaboró el arquitecto Jaime Vélez. La forma siguió a la función. Su impecable trabajo en madera hace de la visita una experiencia inolvidable. Esta sala y la de Daniel Bermúdez en la universidad Jorge Tadeo Lozano son dos muestras de buena arquitectura de pequeño formato.

Iniciamos nuestro recorrido hacia el norte por una carrera séptima sin carros ni buses –que no puede considerarse por eso un buen espacio peatonal, por su deficiencia en amueblamiento, tratamiento de pisos, paisajismo y servicios básicos– hasta encontrar el Conjunto Bavaria de Obregón y Valenzuela. Nos reciben dos torres que flotan en un generoso espacio, con apartamentos de áreas igualmente generosas. En los primeros pisos comercio, y en el extremo la torre de oficinas sostenida por una fachada portante en un impecable concreto a la vista típico de la época.

Girando la vista noventa grados encontramos el –posiblemente– mejor proyecto en la historia de la arquitectura en Colombia: las Torres del Parque de Rogelio Salmona, consideradas –en su momento y aún hoy– como una solución novedosa, con una alta calidad estética y adecuadas al problema de relacionar respetuosamente la arquitectura con los cerros.

No lejos de allí se encuentra el edificio de la Flota Mercante Gran Colombiana de Cuéllar Serrano Gómez y Hans Drews, un edificio con una estructura con grandes voladizos que permitió abrir el primer piso, dejando que el espacio público penetrara hasta un local bancario en el fondo del proyecto. Desafortunadamente, años después el espacio fue cerrado con una fachada en vidrio.

Nos dirigimos al occidente por la avenida que conduce al aeropuerto, y cuadras adelante se asoma un grupo de edificios blancos de cinco pisos alrededor de un espacio verde central –proyecto de Arturo Robledo y Ricardo Velázquez– con apartamentos dúplex y un corte correctamente resuelto que permitió una mayor altura en los salones. La manera en que se van desplazando los bloques genera unos espacios exteriores e interiores de gran calidad.

Regresando al oriente, tomamos la avenida Circunvalar que perezosa bordea la ciudad de sur a norte recostada al cerro. Serpenteando cincuenta cuadras nos espera un viejo eucalipto atrapado en un muro que separa el andén del antejardín de Residencias El Bosque, un conjunto de once viviendas de la firma de entonces Rueda Gómez y Morales que tiene como característica compartir la alta calidad de los proyectos de este tipo desarrollados por esa oficina.

Quinientos pasos largos más adelante hay un parque con una escultura de un pájaro extraño. El parque es muy pequeño y el pájaro extraño muy grande. Y mirando la sabana por encima del parque y del pájaro, aparece el edificio Sapo de Jon Oberlaender, el menos conocido y publicitado de los proyectos visitados en este paseo imaginario. Se trata de un muy buen edificio de apartamentos, perfectamente ubicado en su sitio, y con una calidad de diseño que permanece con los años.

Regresamos a la carrera séptima, esta vez sí con carros y buses –muchos–, y pasamos frente a una fachada de un piso que solo tiene puertas de garajes y una entrada para peatones. Es necesario pasar al andén del frente para entender que detrás de esa fachada se extiende, siguiendo la pendiente original del terreno, un tablero de ajedrez de techos y terrazas que cubre el proyecto de Camacho y Guerrero, modelo a seguir de vivienda escalonada de alta densidad en baja altura.

Finalmente, terminamos nuestro recorrido virtual en un barrio de vivienda asentado en el antiguo terreno de un campo de polo, de donde tomó su nombre. Allí se construyó un grupo de casas de dos pisos –proyecto de Arturo Robledo y Hans Drews–, apoyadas en dos muros de carga y con un tercer piso diseñado para recibir una ampliación, que llama la atención por la claridad de su diseño, donde nada faltaba ni nada sobraba. Actualmente lo que falta y sobra son las desafortunadas intervenciones de algunos propietarios.

También encontramos, en el mismo barrio El Polo, los edificios de Guillermo Bermúdez y Rogelio Salmona, que en su momento sacudieron el mundo de los edificios de apartamentos de baja altura por su atractiva distribución de viviendas y su acertada implantación en el sitio.

Todos los ejemplos visitados siguen siendo admirados como muestra de arquitectura de gran calidad que, a pesar de tener más de treinta años –y algunos más de medio siglo–, son viejos que siguen desempeñando su función con dignidad. Son mis queridos viejos.

 

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ConversacionBelleza

Conversación sobre belleza

—La ventaja de venir al parque es que se ven bellezas como esa.

—Sí, es una Morpho azul, una de las mariposas más hermosas de América. Puede llegar a medir hasta 20 cms. de envergadura y vive de Méjico para abajo.

—Yo me refería a esa mujer que pasó. ¡Era una belleza!

—Pues hablando de belleza, siempre ha habido en el arte una relación entre belleza y bondad. Los buenos (ángeles, hadas, héroes de película, Jesucristo, la virgen María) siempre han sido bellos, y los malos (diablos, brujas, villanos de película, monstruos) siempre han sido feos.

—Tiene razón. Yo no lo había notado, pues le confieso que he leído muy poco sobre este tema, acerca del cual no se ha escrito mucho.

—Un hombre decía: el hecho de que yo sea paranoico no quiere decir que no me estén persiguiendo. El hecho de que usted no haya leído, no quiere decir que no se haya escrito. Umberto Eco, por ejemplo, escribió un libro que se llama Historia de la fealdad, y otro Historia de la belleza. En este último, Eco dice: «Este libro parte del principio de que la belleza nunca ha sido algo absoluto e inmutable, sino que ha ido adoptando distintos rostros según la época histórica y el país». Más adelante, Eco aclara: «hablamos de belleza cuando disfrutamos de algo por lo que es en sí mismo, independientemente del hecho de que lo poseamos».

—¿Usted cree que la belleza es intrínseca al objeto (en este caso la mujer) o está en la cabeza del observador (en este caso yo)?

—Yo creo que está en la cabeza del observador, en este caso usted. Trataré de explícarselo comenzando con lo que pasa en el reino animal. Contrario a lo que piensan muchas personas, muchas especies son sensibles a la estética. En la mayoría de las aves que presentan dimorfismo (características físicas diferentes entre macho y hembra), es el macho el que luce los colores y se cree que los exhibe para atraer a la hembra. Fíjese, por ejemplo, en aquel pavo real cómo se pavonea con el abanico de la cola. La hembra acepta como pareja al macho más llamativo y ostentoso, y la valoración tiene un sentido únicamente estético. Algo similar sucede con el pájaro de Australia y Nueva Zelandia, conocido como pergolero, y con la urraca, que recogen objetos coloridos y brillantes para adornar sus nidos y atraer una hembra que busca y acepta al mejor decorador. Está demostrado que estos objetos solo tienen un valor estético.

—¿Y esto cómo explica su teoría de que la belleza está en la cabeza del observador?

—Me explico. Tanto estas especies como el animal humano nacemos con unos códigos genéticos que nos indican qué es bello. En el caso que le acabo de citar, solamente las aves mencionadas le encuentran un valor estético a estos objetos de colores brillantes. A las otras especies (que no tienen ese código) las dejan indiferentes, lo cual confirma que estos objetos no tienen una belleza intrínseca.

—Está claro. Pero ¿qué pasa con los arquitectos que tenemos gustos tan diferentes aunque pertenecemos a la misma especie?

—Lo que pasa es que el animal humano, como las especies que ya vimos, viene con su paquete de códigos genéticos pero puede adquirir nuevos, cambiar y suprimir viejos códigos. La suma de los códigos genéticos más los adquiridos, en su forma original o modificados, constituye su ideal de la belleza. Nuestra sociedad de consumo ha hecho de la moda una manera de crear nuevos códigos que faciliten nuevas ventas. Eso explica, por ejemplo, la necesidad de la industria del automóvil de lanzar un nuevo modelo cada año, para satisfacer el gusto cambiante de los compradores. Y explica también por qué cada arquitecto busca su propia belleza, producto de códigos diferentes.

—¿Pero cómo se explica entonces que hay proyectos que muchos arquitectos de distintas tendencias consideramos bellos? Le voy a recordar cinco edificios que, aunque superan la barrera del tiempo y los cambios sucedidos en el mundo, todavía son considerados bellos por muchos arquitectos que piensan diferente: el Taj Mahal; el Palacio de Versalles; el aeropuerto Dulles de Saarinen; la casa de la Cascada de Wright; y la alcaldía de Rødovre de Jacobsen.

—Pues yo le digo otros cinco y después le explico: el cementerio de Asplund; Santa Sofía; la alcaldía de Saynatsalo de Aalto; la ópera de Sídney de Utzon; y el palacio de la Alvorada de Niemeyer. Y siguen muchos más. La explicación es muy simple: estos colegas famosos han utilizado (o impuesto) códigos de belleza que compartimos muchos arquitectos. Dice Eco: «Es posible que, más allá de las distintas concepciones de la belleza, haya algunas reglas únicas para todos los pueblos y en todos los tiempos».

—¿Y cuáles son los códigos que traemos en los genes?

—Le menciono algunos, basados en la naturaleza del mundo que nos rodea:

  • El entorno: en la naturaleza todo encaja con su espacio inmediato. La belleza está muy ligada a la relación del objeto con su entorno. El valor estético del Taj Mahal sufriría un duro golpe si estuviera en medio de un basurero.
  • La simetría: todos los seres vivos tienden a ser simétricos (de hecho, en este momento solo recuerdo un animal asimétrico: el cangrejo con una pinza grande y una pequeña); y, para los humanos, esta simetría constituye un factor de belleza. Un ejemplo de la simetría en arquitectura es la obra de Palladio.
  • Las formas no agresivas: como las de los cachorros de los mamíferos, que despiertan sentimientos de ternura, belleza y protección. Niemeyer reconoce que su arquitectura se inspira en las formas curvas.
  • La integridad: todos los organismos son completos, y sus elementos conforman un todo funcional. Un caballo con cinco patas y un solo ojo, seguramente, no nos parecería bello.
  • El color: el color adecuado (de acuerdo con los códigos de cada uno) es definitivo en la apreciación de la belleza.
  • El orden: es innegable que el orden produce una satisfacción de tipo estético.
  • La claridad: el fácil entendimiento de los elementos, y su funcionamiento, es un acompañante obligado de la belleza de la arquitectura.
  • La adecuación a la función: condición para la belleza en la arquitectura. Si el edificio es bello pero no cumple con su función, es una escultura.

—La conclusión de esta conversación es que la belleza no es intrínseca al objeto, sino que está en nuestro cerebro en forma de códigos genéticos y adquiridos, que podemos cambiar o modificar, y que nos permiten apreciarla.

—Parafraseando una frase (valga la redundancia) sobre la felicidad: la belleza no está donde se busca sino donde se encuentra. No tenemos que viajar hasta la India, ni remontarnos al siglo XVII para disfrutar una belleza que tenemos todos los días en los objetos sencillos, ante nuestros ojos y no la vemos, como la mariposa y el pavo real.

—Y la mujer que pasó…

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Arquitectos y frases

La palabra es mucho más precisa que la arquitectura
Rem Koolhaas

Empezaba la segunda mitad del siglo veinte. La formación de los arquitectos se hacía en tres instancias: en la primera –la universidad– aprendíamos qué es la arquitectura, su teoría, sus principios y los conocimientos de la disciplina. El diseño se intentaba enseñar con el sistema de aprender haciéndolo. Como dijo Confucio: «Si me lo dices, lo olvido; si me lo enseñas puede que lo recuerde, pero si me lo haces hacer, lo aprendo». Allí, con proyectos de mentiras, jugábamos a ser arquitectos de verdad.

La segunda instancia era en las oficinas de los profesionales –en su mayoría los mismos profesores– donde aprendíamos, trabajando –y con la plata del patrón–, cómo hacer realidad esa arquitectura. Y la tercera instancia eran las enseñanzas de los grandes maestros y otros personajes que leíamos en los libros y en las pocas revistas que nos llegaban del exterior, y nos ayudaban a definir nuestro enfoque particular de la disciplina, lo que los legos llaman el estilo –odio esa palabrita– de cada uno. A veces era un capítulo, un artículo, o simplemente frases que resumían toda una ideología y se instalaban para siempre en nuestra memoria, permeando nuestra obra. Sobre estas frases célebres –y no tan célebres– de personajes famosos –y no tan famosos– es que voy a hablar.

Empecemos por la palabra Arquitectura. Tomemos unas pocas muestras del variopinto ramillete de definiciones, empezando por las más usuales: los de la mente más cuadriculada piensan que «La arquitectura es una técnica». Los soñadores de pelo largo aseguran que «La arquitectura es un arte. Los indecisos y los conformes creen que «La arquitectura es un arte y una técnica». Y yo opino que «La arquitectura es el arte de aplicar una técnica».

Alguien decía: «Si un edificio produce emoción es arquitectura. Si no produce emoción es una construcción». Yo me uno a ese alguien y a los que piensan como él, y me atrevo a proponer un corolario: «La mala arquitectura no existe: si es mala, no produce emoción y, por lo tanto, es una construcción y no es arquitectura». Daniel Libeskind lo planteó de esta manera: «La arquitectura está basada en el asombro».

No está claro si fue Goethe, Schiller o Schopenhauer quien dijo que «La arquitectura es música congelada». Lo que sí está claro es que hubo un gracioso que dijo: «Según eso, la música es arquitectura derretida». Yo cometí alguna vez la osadía de revolver también las dos artes y dije: «La música está hecha de sonidos y silencios. En el espacio arquitectónico el silencio es el vacío y los sonidos son la luz, la altura, el color, las superficies que lo confinan y sus proporciones. El ritmo lo aporta la estructura».

Termino con la bella definición de Octavio Paz: «La arquitectura es el testigo insobornable de la historia».

Si un edificio produce emoción es arquitectura. Si no produce emoción es una construcción.

La música está hecha de sonidos y silencios. En el espacio arquitectónico el silencio es el vacío y los sonidos son la luz, la altura, el color, las superficies que lo confinan y sus proporciones. El ritmo lo aporta la estructura.

Volviendo al tema de las frases, con algunas de ellas hubo amor a primera vista. Las incorporé a mi disco duro, y las tengo siempre presentes al momento de diseñar. La primera y la que más duro me golpeó, cuando todavía era estudiante, fue de Alvar Aalto: «Todo lo innecesario en algún momento se vuelve feo»; que yo complementaba lo dicho antes por Augustus W.N.Pugin: «En una arquitectura pura, el más mínimo detalle debe tener un sentido o servir a algún propósito». John Ruskin pensaba lo contrario: «Recuerda que las cosas más bellas del mundo son las más inútiles, como, por ejemplo, los pavos reales y los lirios».

En una arquitectura pura, el más mínimo detalle debe tener un sentido o servir a algún propósito.

Otra frase que resume una parte muy importante de mi formación universitaria fue: «La forma siempre sigue a la función», de Louis H. Sullivan. Los detractores no se hicieron esperar, y Philip Johnson contra atacó con: «La forma sigue a la forma. No a la función»; y Richard Rogers concluyó poniendo el dedo en la llaga: «La forma sigue al beneficio; es el principio estético de nuestros tiempos». Yo sigo fiel a Sullivan.

La forma siempre sigue a la función.

La frase más publicitada de la arquitectura, Less is more (Menos es más) –que algunos atribuyen a Flaubert y otros se la adjudican a Mies van der Rohe–, la asumí con reservas, pensando que en el barroco la ornamentación es parte inseparable de la arquitectura; y no se puede imaginar el gótico sin esos elementos aparentemente decorativos –gárgolas, grifos, ángeles y demonios– que hacen parte del edificio. Entonces, el iconoclasta de Venturi atacó de frente y con patente de corso. Cambiando solo una letra, Less is bore (Menos es aburrido), fijó su posición y atrajo a los que estaban a favor del ornamento. Y la posición conciliadora fue de Toyo Ito: «Mi objetivo es fundir ornamento y estructura».

Menos es más.

Mies se dejó venir con una frase –esta sí de él– que acepté sin dudarlo: «Dios está en el detalle», que puesto en boca de Charles Eames es: «Los detalles no son los detalles. Los detalles son el diseño».

Se le atribuye a Antoine De Saint Exupery este hermoso pensamiento: «La excelencia no se alcanza cuando no falta nada, sino cuando no queda nada que se pueda quitar». Aunque el papá del Principito estaba pensando en la escritura, esta máxima es igualmente aplicable a la arquitectura, y coincide con la idea de Aalto, y de Pugin.

Pensamientos como estos forman el bagaje que desde la cabeza dirigen la mano del diseñador en una forma personal y no transmisible. Aunque no tengamos la facilidad de Oscar Niemeyer que decía: «Cojo el lápiz. El trazo fluye. Aparece un edificio», nuestros diseños –convertidos en edificios– conforman nuestras ciudades y, como dijo Sir Winston Churchill: «Nosotros hacemos nuestras ciudades, y nuestras ciudades nos hacen a nosotros».

Siempre se dijo que no tenemos la obligación de hacer el mejor proyecto, pero sí de dar todo lo que podamos en cada encargo; y alguien agregó un ambicioso y difícil consejo: «No hay que tratar de hacer lo que hicieron nuestros maestros, sino lo que ellos trataron de hacer».

Dios está en el detalle.

Finalmente, Herman Herzberger puso una meta alcanzable y éticamente obligante: «Si no te ves capaz de hacer del mundo un lugar mejor con tu trabajo, al menos asegúrate de no empeorarlo».

La excelencia no se alcanza cuando no falta nada, sino cuando no queda nada que se pueda quitar.

Nosotros nos vamos pero nuestra obra permanece expuesta al uso y al juicio de los que quedan… «El porvenir es siempre más fuerte que el presente. Él es el que en efecto nos juzgará. Y por supuesto sin competencia alguna». Lo dijo Milan Kundera.

* Primera imagen tomada de Pinterest. Las demás son fotos del autor.

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UN PAISAJE DEL PAIS PAISA

Un PAISaje del PAIS PAISa

Abrimos el broche y entramos al cafetal. Yo tendría 6 o 7 años…

Me toca exprimir viejos recuerdos casi olvidados –como este– de una niñez hace largo tiempo ida, para tratar de reconstruir el paisaje cafetero del País Paisa que yo conocí. El País Paisa –Antioquia y el Gran Caldas– tiene todos los climas y paisajes, desde los cañones abrasadores de las riberas del Cauca, pasando por las colinas templadas sembradas de café, hasta los empinados páramos que alguna vez estuvieron cubiertos de blanco y hoy asoman avergonzados su cabeza pelada de arena gris.

El paisaje cafetero fue obra del hombre. La naturaleza aportaba solamente la geografía y el hombre cubría el terreno ondulado con arbustos verdes de pepas rojas, formados en filas y columnas como soldados, debajo de un bosque que suministraba la sombra que los cafetos necesitaban. Era un bosque principalmente de guamos acompañados de guayabos, yarumos y tal cual acacia.

Entrábamos por una guamoleda (alameda con guamos en vez de álamos) y nos sentábamos en el suelo a comer esos frutos verdes y largos que al retorcerlos se abrían mostrando una sonrisa blanca de grandes dientes de peluche dulce. El piso estaba cubierto por una alfombra de hojarasca, con un dibujo de luces y sombras que se movían al vaivén del viento, salpicada de mariposas amarillas y blancas que cada tanto abrían y cerraban las alas para mostrar que estaban vivas por pocas horas. Las pepas, únicas sobrevivientes de la guama, se abrían y se ponían: una en la nariz, dos en las orejas, y diez en los dedos de las manos.

El paisaje cafetero no era para mirarlo. Era para vivirlo con su olor a tierra removida y fruta madura, sus distintos verdes salpicados de punticos aleatorios rojo toche, azul azulejo y amarillo canario; su contraste de luces y sombras que cambiaban continuamente; la caricia sobre la piel del sol de clima templado filtrado por los árboles; el trino de los pájaros y el canto de las cigarras cansadas del silencio de un año de entierro.

El camino era en gravilla que crujía al ritmo de nuestros pequeños pasos. Al final del camino estaba la casa –de uno o dos pisos– que pertenecía al paisaje, como si siempre hubiera estado allí.

Un amplio corredor con una chambrana de madera de macana rodeaba la casa, pero no era simplemente un espacio de circulación: era un sitio para permanecer, con sillas perezosas y mecedoras, cubierto por un ancho alero de su techo en teja de barro, sostenido por una estructura de pilares y vigas de madera. A menudo, las paredes contra el corredor estaban protegidas de los golpes de las mecedoras por un zócalo de madera.

Las habitaciones se abrían al corredor por medio de puertas de madera de dos abras cuidadosamente trabajadas, con postigos que permitían la entrada del aire y la luz sin sacrificar del todo la privacidad. El color era un elemento muy importante en la arquitectura del café e imponía discretamente su sello personal en el paisaje. El blanco del encalado de los muros en bahareque contrastaba con el color –a veces dos– de la carpintería de madera. Los más usados eran el verde, el azul y el naranja. Estos materiales y colores eran los mismos para las construcciones de los ricos y las de los pobres.

Las casas –no diseñadas por arquitectos– eran construidas por maestros, con artesanos que dejaban muestras de su habilidad y cariño en los artesonados de los cielorrasos –principalmente en el comedor– y en los calados de madera. Las casas de hacienda incluían las dependencias necesarias para el beneficio del café. Debajo del piso se guardaban unas grandes bandejas que corrían sobre rieles, y permitían sacar a secar el café en los días de sol y guardarlo en los días de lluvia. Cuando la pendiente del terreno lo permitía, debajo de las habitaciones se ubicaba la pesebrera para el descanso de mulas y caballos, el medio de transporte más adecuado para el cafetal. Al lado estaba el corral.

El paisaje cafetero ya no es el mismo. El bosque de guamos desapareció con la llegada de los nuevos tipos de café que no necesitan sombrío. Se fueron los toches, ya no cantan los canarios y desaparecieron los azulejos. Sus trinos fueron derrotados por el silencio y las cigarras se enterraron para siempre con su canto. Ya no huele a tierra y guayaba, la vida efímera de las mariposas se cumplió, y la alfombra de luces y sombras desapareció. Los ingresos de los cafeteros mejoraron y casas nuevas reemplazaron a las casas viejas. Con las casas nuevas llegaron los arquitectos y con ellos materiales extraños al entorno y menos amables con el paisaje, como ladrillo, concreto, aluminio y vidrio.

La desaparición del bosque desnudó la nueva arquitectura ajena a la geografía, al clima y al entorno. Ya no existen los amplios corredores y las puertas-ventanas con postigos cariñosamente trabajadas han dado paso a innecesarias fachadas de vidrio. Los caballos y las mulas salieron para siempre de debajo de la casa vieja, y en frente de la nueva aparecieron ostentosos automóviles agrediendo el panorama.

El paisaje es parte irremplazable de nuestra cultura, definitorio de nuestra identidad, y aportante a nuestra calidad de vida. La minería, la erosión, la explotación del suelo, la urbanización, la ignorancia y la desidia, están acabando con el paisaje que vamos a dejar a esos hijos y nietos que no saben que es chambrana, ni macana, y nunca se han comido una guama.

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Muertos baratos

Muertos baratos

Errar es humano. Pero es más humano echarle la culpa a otro.
Les Luthiers

Esta afirmación de Les Luthiers es de muy fácil y frecuente aplicación en el caso de colapsos de edificios. Cuando se presenta la tragedia, al primero que señala el dedo acusador es a un humano: el Curador Urbano. Este puede hacerle el quite a la responsabilidad y dejarla pasar diciendo que tanto el ingeniero de suelos como el calculista, al radicar sus proyectos, firmaron un documento donde se hacían responsables del estudio y sus consecuencias.

Normalmente, cuando falla una cimentación, el suelo –que es noble– cede lentamente y el edificio se hunde o se inclina anunciando su muerte inminente. No así la estructura de concreto que puede fallar en forma súbita cuando no está cumpliendo normas y códigos, dejando al calculista en el eje del huracán. Este (humano) puede alegar que la culpa es del promotor por haber pedido, sobre la marcha, dos pisos más.

Entonces el promotor (también humano) pide que revisen la manera en que el constructor levantó la estructura, y este (un humano más) da un paso al lado, alegando que cumplió con lo estipulado en los planos que recibió y que utilizó los materiales especificados, los que seguramente son los culpables del colapso.

Tiene entonces el proveedor (otro humano) que salir en su defensa y, al buscar en la cadena de quién puede recibir la culpa, encuentra los dos últimos eslabones: el usuario y la Divina Providencia. Al usuario solo se lo puede culpar si ha cambiado el uso del inmueble, llenando –por ejemplo– el apartamento de libros hasta el techo, carga no prevista en el diseño. Finalmente, a la Divina Providencia (no humana) se le puede endilgar todo lo demás: terremotos, deslizamientos, huracanes, inundaciones.

Alguno se estará preguntando por qué el arquitecto no apareció en la cadena. El motivo –ya lo he dicho– es que el arquitecto es el único profesional que no puede tener la culpa. Él propone la estructura y el calculista la calcula –y asume la responsabilidad– o la rechaza si no la encuentra viable. Un diseño arquitectónico puede ser feo, costoso, absurdo y no funcional, pero nunca la estética, los sobrecostos y la falta de lógica y funcionalidad han causado un colapso.

Otro se estará preguntando por qué hablo de colapsos. La respuesta es: porque en Cartagena se acaba de caer un edificio de siete pisos en construcción –en un sector donde el máximo de altura permitida es de cuatro pisos–, amparado por una licencia aparentemente falsa, causando veinte muertos, diez y seis heridos y catorce desaparecidos. Además, hay otros desaparecidos que no figuran en esta lista: los promotores-constructores quienes, tan pronto cayó el edificio, pusieron pies en polvorosa. O en la arenosa.

Otro más se preguntará: y si aparecen, ¿cuál será la pena para el culpable? No se sabe. Pero como referencia, veamos qué pasó con los culpables de la caída del bloque seis del conjunto SPACE en Medellín, el 12 de octubre de 2013.

La causa del siniestro, de acuerdo con el estudio de la Universidad de los Andes, fue «la falta de la capacidad estructural de las columnas para soportar las cargas actuales», debido a que los cálculos estructurales no cumplían con los requisitos de la Ley 400 de 1997. Está muy claro que este incumplimiento de las normas no fue ineptitud ni ignorancia ni descuido ni error, sino una consideración que no requiere muchas matemáticas: hierro que no se pone y concreto que no se funde son una mayor utilidad para el negocio. Esta ecuación tan rentable costó doce vidas. Inexplicablemente, los ingenieros antioqueños ofrecieron en su momento una condecoración –afortunadamente rechazada– al representante legal de la firma promotora Lérida CDO. Como si fuera poco –según el periódico EL TIEMPO–, la Superintendencia de Industria y Comercio acaba de revocar la multa impuesta a tres de las cinco personas investigadas de dicha firma. El Consejo de Profesionales de la Ingeniería –COPNIA– acaba de sancionar a quienes tuvieron que ver con el diseño, la construcción y la supervisión del edificio SPACE con inhabilidad para ejercer su oficio. Al calculista se le canceló la matrícula profesional de por vida.

Mientras el país reclama sesenta años de cárcel para el asesino de una niña, para el considerado causante de doce muertes no aparece en la noticia la palabra cárcel. Lo que sí aparece es una multa de $128.870.000, que equivale a poco más de $10.000.000 por muerto.

Seguramente los hasta ahora desaparecidos responsables de la tragedia de Cartagena no estarán muy afanados por ser más humanos y –como dicen Les Luthiers– buscar a quien echarle la culpa, pues ya saben que –al menos en Medellín– los muertos en colapso de edificio son baratos.

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