Archivo del Autor: Willy Drews

Estos estudiantes…

Ni las brujas, ni los dragones, ni los marcianos existen. Y quien haya sido profesor de arquitectura, puede asegurar que el «estudiante promedio» tampoco existe. No hay un prototipo y no es fácil tratar de identificar características comunes que permitan clasificarlos en grupos. Cada estudiante es un modelo exclusivo pero trataré de describir algunas variantes con características y comportamientos propios.

Vamos a imaginarnos una clase de taller –tampoco existe una clase típica de taller ni un profesor promedio– con entrega de anteproyecto, y el grupo de profesores empieza a recorrer las paredes del salón donde están pegados los planos, resultado del esfuerzo de unos orgullosos, algunos indiferentes y varios aterrados estudiantes.

El primer proyecto, que corresponde a el Pilo, está colgado desde esa mañana, todas las planchas exigidas están dibujadas en las escalas pedidas, y debidamente numeradas. El proyecto es correcto pero no es de los mejores pues ser pilo no implica necesariamente ser el más capaz.

El siguiente es el diseño de el Actor, quien empieza explicando que le faltan dos planos pues se los robaron en el bus, y apela a la comprensión del jurado pues de lo contrario tendría que abandonar la carrera de su vida, y llegar posiblemente al suicidio. Y entonces se pone a llorar en el hombro de su profesor.

Sigue el trabajo de el Tímido, colgado en un rincón muy discreto, buscando no llamar la atención. El proyecto es sencillo, no corre riesgos, las fachadas se confunden con las del barrio, y con la primera pregunta de un profesor se queda mudo, termina sudando y con dificultad su corta explicación.

El vecino: se trata de el Vendedor. Ha armado con cartones de colores una especie de cubículo a media luz.  Cuatro proyectores pasan imágenes en sendas paredes mientras la cinta sonora del Titanic suena como música de fondo. En un rincón, sobre una mesita, una greca con café para los profesores.

Pero al jurado no le interesa la mesita y ya está, con todos los estudiantes del sexo masculino, alrededor de la siguiente alumna; se trata de el Churro. El proyecto es malo e incompleto pues la despampanante autora tuvo que ausentarse una semana para representar a Anapoima en el reinado del mamoncillo. Sin embargo, el jurado considera que esta es una actividad cultural y obtiene una buena nota.

Un diseño bastante pobre es el de el Alternativo, pero está acompañado de seis planchas explicando cómo se economiza y recicla el agua, cómo genera su propia energía eólica y solar, cómo se aprovechan las terrazas para producir rábanos y cebollas, cuanto CO2 se evita con los jardines verticales y cómo se disponen los materiales cuando se demuelan los edificios.

Aparece un alumno que se queja porque él llegó primero que el Churro y le corrigen después. Además, el salón está mal iluminado y ya ha pedido que lo cambien. Le parece que la matrícula es muy costosa y no está de acuerdo con el tema del taller. Es el Protestante.

El Mandadero se demora un poco en llegar pues está pegándole los planos a un compañero. Cuando hay trabajo en grupo, es el que llama a pedir la pizza, trae las cervezas a las diez de la noche y va al plóter a las tres de la mañana.

El siguiente proyecto es definitivamente el mejor. No es de extrañar, pues el trabajo de el Dotado siempre se destaca, y solo es comparable con el de  el Hijo de Arquitecto, quien durante todo  el semestre, arrastra un proyecto mediocre que, el día de la presentación, aparece convertido en un muy buen diseño con cortes de fachada, detalles de ventanería, especificaciones y presupuesto.

El siguiente alumno no tiene cortes de fachada, ni detalles, ni mucho menos especificaciones y presupuesto. Escasamente presenta el mínimo exigido, pero no le importa. Cree que con lo que tiene aprueba, y no vale la pena meterle más trabajo. Es el Fresco.

Lo que necesita el país es más vivienda para la clase trabajadora, sostiene el Mamerto, y por eso no desarrolló el tema del taller. Como justificación lee un artículo de Marx sobre la explotación de la clase obrera.

El que le sigue está pegando la plancha de localización, pues no sabía si ponerla antes o después de la planta, y empezar la explicación por el corte. El proyecto de el Indeciso es en un piso, pero a última hora descubrió una opción en dos pisos, y dibujó ambas.

Aparece un edificio corbusiano, propuesta de el Internacional, con un auditorio francamente aaltiano y una torre con inconfundible influencia de Mies van der Rohe, producto de lo visitado cuando su papá fue diplomático.

En frente del siguiente proyecto no hay ningún joven, sino un señor de unos cuarenta y cinco años, el Maduro, que estudió y ejerció la ingeniería química, hasta que descubrió que lo que siempre le había gustado era la arquitectura y se matriculó en esta carrera.

Empezó la explicación el Intelectual citando a Platón, y aclarando que el panteísmo de Spinoza le sirvió como punto de partida para su proyecto. Su desarrollo se basó en una teoría de Nietzsche sobre la sociedad pre industrial. Termina su exposición porque tiene reunión del Cine Club.

De último, y guardando un bajo perfil, está el Desubicado. Ha repetido todos los semestres y solo logra pasar cuando compañeros caritativos le echan una mano. De nada han valido las invitaciones a almorzar que le hacen los profesores de turno para decirle que estudie otra cosa.

Cuando sale el jurado, se encuentra en la puerta con el Oligarca, quien viene tranquilo seguido del chofer que todos los días lo trae en su automóvil de alta gama, y que carga la maqueta y los planos.

El resto de los estudiantes son híbridos de algunos de los anteriores en diferentes porcentajes e intensidades. Y, mal que bien, es de allí de donde  hemos salido y seguirán saliendo los arquitectos…

* Imagen de wikimedia: Desks_of_architecture_students_in_the_Yale_Art_and_Architecture_Building,_September_29,_2008

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Bogotá para principiantes. Incluye un concierto en RE mayor

Una licuadora, un rompecabezas, un teléfono, vienen con instrucciones. Las ciudades no. Este escrito intenta servir como guia e invitación a los arquitectos no bogotanos, a que conozcan nuestra capital, la visiten, la recorran y la vivan. Y empecemos por el principio.

Bogotá debe su nombre al Zipa o cacique –Bacatá o Bogotá– que habitaba lo que hoy es el municipio de Funza. La nueva ciudad fue fundada en 1538 sobre las faldas de los cerros orientales en un caserío llamado Teusaquillo –sitio de esparcimiento del Zipa– y posteriormente Pueblo Viejo, donde hoy se levanta la plazuela del Chorro de Quevedo, en el barrio de La Candelaria.

Y aunque las calles del barrio de La Candelaria ostentan la numeración que permite ubicar cómodamente por coordenadas cualquier sitio de la ciudad, todavía conservan sus nombres originales, algunos generados por las iglesias que conectan con ellas sus atrios, como La Candelaria; otros relacionados con animales como la de La Paloma; otros con características locales como la de la Piedra Plancha; con nombres de santos como la de San Felipe, o nombres de personajes como la de Pedro de Lesmes; de acontecimientos memorables como la del Nacimiento; u oficios como la de los Plateros; o reflejo de la topografía como la de la Fatiga; o nombres evocadores como la del Refugio; y otros que solamente sus primeros moradores sabrían su historia como la de la Cajita de Agua.

La Candelaria, funcionalmente, podría asimilarse más a un pequeño pueblo que a un barrio. Sus gentes se despiertan todos los días con el repicar de las campanas de sus múltiples iglesias y, como si alguien pateara un hormiguero, se llenan las calles de niños. Más tarde, las pesadas puertas de las viejas casas se abren y por unas salen adultos que trabajan y por otras entra la luz e ilumina los antiguos mostradores de negocios que han estado allí por siglos; farmacias homeopáticas, librerías de viejo, tiendas donde todavía fían.

Después aparecen los jóvenes que se forman en las varias universidades de la zona. Pero la población que realmente caracteriza a La Candelaria como barrio-pueblo es la de los residentes, muchos de los cuales han estado allí por varias generaciones. A esta población se han sumado los nuevos residentes, en su mayoría jóvenes artistas y el parisino que se vino a montar una panadería francesa en la calle del Cedro. Ellos le han apostado a la recuperación de lo que es indispensable salvar en la ciudad y en cualquier organismo: su corazón.

La arquitectura de La Candelaria despierta sentimientos encontrados de amor, nostalgia y odio. Las viejas casitas y casonas, en legendaria complicidad, luchan por sobrevivir. Algunas han muerto en el intento, de desidia, abandono y vandalismo. Otras han logrado mantener su dignidad y compostura, y las más meritorias han podido regresar de la enfermedad terminal de inquilinato a la categoría de casa de rico o edificio público. Eso es el amor.

Muchas construcciones coloniales fueron reemplazadas por anodinos edificios extraños al barrio y su entorno, causando un daño irreversible a lo que ha debido ser el mudo testigo de la historia del desarrollo urbano de los primeros siglos de Bogotá. Esa es la nostalgia.

Y a finales del siglo pasado, la Administración Municipal, inspirada en la masacre arquitectónica del pueblo de Ráquira en Boyacá, decidió pintar el barrio de colores –zócalos en esmalte brillante color café, por ejemplo– convirtiéndolo en una mezcla de Aruba y Disney World. Y eso es el odio. Afortunadamente el daño es recuperable en la medida en que el amor de los bogotanos por su centro original sea más perdurable que la pintura.

El espacio público por excelencia fue y sigue siendo la calle. Por ella circularon campesinos con sus vacas, carruajes y cabalgaduras, y fue la cuerda que cosió bohíos y palacios hasta convertirlos en ciudad. La invasión del automóvil con su agresivo cuerpo de metal y su peligrosa velocidad, obligó a repartir los espacios de la calle entre vehículos y peatones, y aparecieron las calzadas y los andenes. El desarrollo de nuevas tecnologías y materiales (especialmente el concreto armado y el ascensor) permitió la aparición de edificios altos a lado y lado de las viejas calles de la aldea. Y la joven ciudad se hizo densa.

El desarrollo de Bogotá se ha hecho con el sistema de «anillo de pobres y saltico de ricos»,  principalmente hacia el norte. Cuando los pobres empezaron a rodear a los ricos de La Candelaria –anillo–, estos se sintieron incómodos, pasaron  por encima de aquellos –saltico– y se instalaron en los barrios de Teusaquillo y La Merced. La arquitectura de este último barrio es conocida en Bogotá como estilo Inglés, tal vez por aquello de que los bogotanos ricos habrían querido ser ingleses, la clase media gringos y los pobres mejicanos.

El siguiente saltico de los ricos –nuevamente rodeados por los pobres– fue a Chapinero. Según el cronista don Pedro M. Ibáñez, a mediados del siglo XVI, un zapatero llamado Antón Hero Cepeda montó su taller sobre el camino a Zipaquirá. Su especialidad era la fabricación de unos zapatos de cuero con suela de madera llamados chapines, por lo cual se le conoció como el chapinero, y de allí derivó su nombre el vecindario.

Un nuevo saltico y aterrizaron los ricos en la avenida de Chile, y los barrios Nogal, Retiro, La Cabrera y Rosales. En 1554 el capitán Juan Muñoz de Collantes solicitó una «merced de tierras para puercos y vacas», y se le asignó un amplio terreno colindante con el cacicazgo de Usaquén. La hacienda Rosales hizo parte inicialmente del territorio del barrio Chapinero, hasta que inició su proceso de urbanización y se convirtió en el barrio Rosales. El siguiente saltico fue a la calle 100, y el más reciente a la calle 127.

Miremos el espejo retrovisor y sigamos con la historia de Bogotá. La ciudad se saltó la etapa de bohíos desordenados, pues Gonzalo Jimenez de Quesada la fundó aplicando el trazado de damero estipulado para todas las ciudades de la colonización española. Las primeras calles sirvieron no solamente para el tráfico incipiente, sino además como espacio para juegos de niños y socialización de adultos; pero progresivamente se hicieron insuficientes y los alcaldes de los últimos cincuenta años se dedicaron a hacer estudios para el Metro, enterrado, a nivel y elevado –uno por cada alcalde– pero ninguno fue capaz de iniciar las obras diseñadas por su antecesor. Peñalosa propuso como solución temporal el sistema de transporte masivo a nivel –Transmilenio–, paliativo que al poco tiempo fue superado por la creciente demanda.

Entretanto, el excesivo uso no previsto de la malla vial acabó en los últimos veinte años con el pavimento, sin que ningún alcalde se decidiera a repararla. Como si esto fuera poco, cerramos con broche de oro el ciclo de burgomaestres indiferentes al tema de la calle, con un ladrón y un administrador inepto.

Las calles están regresando a su condición primigenia de piso en tierra y, como vamos, pronto veremos circular nuevamente arrieros y vacas, caballos y carretas. La mejor manera de usar la calle es no usarla y permanecer en nuestras casas ajenos al uso de esa ciudad que nos pertenece pero que no podemos disfrutar.

Pero la desaparición de las calles no es el único peligro que acecha a Bogotá. Hay otro agazapado, listo para saltarle a la yugular. Se llama BD Bacatá, un rascacielos de 66 pisos que en el momento de escribir estas líneas estaba cerca de su inauguración, y de causar el caos en un sector que no está preparado para el impacto de esa nueva población de humanos y automóviles.

La experiencia y la lógica indican que los rascacielos son ineficientes. Pero ni la una ni la otra importan en este caso. Se construye por arrogancia, y para arrogantes. Se trata de tener, a toda costa, el edificio más alto de la ciudad, como si la calidad de la arquitectura se midiera por la altura, como el salto con garrocha.

Y la vanidad ignora el costo. Porque en muchos casos la prepotencia y codicia de unos pocos la pagan la ciudad y sus usuarios (BD Bacatá), porque no se construye en el sitio más adecuado, sino en el más rentable para el promotor (BD Bacatá), aunque el sector presente serios problemas de accesibilidad (BD Bacatá) y, en lugar de aportar espacio público que mejore las condiciones del sitio (BD Bacatá), contribuya a atraer población que aumenta la congestión vehicular (BD Bacatá) en una ciudad donde no existe un sistema de transporte masivo adecuado.

Hablando de transporte, muchos bogotanos se mueven en automóviles particulares, que han ido ocupando vías, andenes, sótanos y lotes vacíos. En buena hora, la administración de Antanas Mockus resolvió recuperar el espacio usurpado, y lo logró en buena parte haciendo andenes, parques y alamedas. Se le devolvió al peatón el territorio perdido y, lo más importante,  su categoría de ciudadano de primera. Hasta aquí aplausos.

Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Se prohibió entonces estacionar en calles secundarias donde cabían sin problema automóviles estacionados y circulando; se cancelaron estacionamientos de visitantes que se suponían legales y no estorbaban el desplazamiento de los peatones, se inició el reinado del bolardo –llevado hasta el delirio por Enrique Peñalosa–, y se estableció un fundamentalismo peatonal que desplazó al automovilista de su categoría de ciudadano de primera a la de delincuente, sin hacer escala en la de ciudadano de segunda.

El peor delito de este nuevo delincuente es estacionar, como se refleja en el Código Nacional de Tránsito donde estacionar en sitios prohibidos (delito que puede ser involuntario) es castigado con multa equivalente al doble de la causada por portar placas adulteradas (delito necesariamente voluntario y que puede implicar robo del vehículo), y cuatro veces más que locuras como conducir por vía férrea y adelantar entre dos vehículos que estén por sus carriles, que ponen en peligro vidas humanas.

Cada día es más difícil visitar amigos por el problema del estacionamiento. El mayor daño que está causando este fundamentalismo peatonal es la pérdida de la vida de barrio que, como lo demostró Jane Jacobs en los años sesenta, es la base de la seguridad y convivencia ciudadanas.

Otro problema que usted notará si viene a Bogotá es la contaminación visual. Estamos invadidos por avisos, vallas y letreros. El que instala un negocio cree que ponerle un aviso no es suficiente, y cuando ha llenado la fachada de letreros horizontales, completa con verticales, después coloca una valla gigantesca sobre la cubierta, posteriormente cuelga un pendón en la puerta y finalmente atraviesa una valla en la mitad del andén. Todos dicen lo mismo.

En un recorrido de treinta cuadras por la avenida Caracas,  encontré seis Centros Radiológicos, Médicos y Naturistas y un Templo de la Salud, que compiten en tamaño y cantidad de avisos que reiteran no solamente el nombre del negocio, sino sus especialidades, enfermedades que curan, teléfonos y valor de la consulta.

 

Y si en el sector salud llueve, en el de educación no escampa: dos Institutos y un Centro de Capacitación, no solo agotan la posibilidad de cubrir de avisos la fachada –incluyendo ventanas– sino que además cuelgan pancartas de «Matrículas abiertas» como si alguna vez hubieran estado cerradas. Completaban el escenario el Templo del Indio Amazónico y un Centro Electrónico Japonés en forma de pagoda de lata. Otro día bajé por la calle 45 y me encontré, en la misma cuadra, dos negocios que competían profusa, reiterada y exageradamente con la oferta de los mismos artículos de papelería, fotocopias y minutos de celular.  Sin hablar de los grafiti que están invadiendo la ciudad.

El grafiti suele ser  un texto escrito. También se asimilan a esta categoría dibujos o murales, aunque el columnista de El Tiempo Armando Silva los clasifica en una categoría aparte: «arte público». Y algunos incluyen, además, como grafiti las rayas y los garabatos que solo pretenden perjudicar objetos y gentes, agredir la arquitectura y contribuir a la contaminación visual deteriorando más el ya maltrecho paisaje urbano. Esto se llama vandalismo.

Los grafiti escritos son generalmente opiniones políticas, gritos de angustia, agresiones personales o expresiones de humor, a veces no muy inofensivos. Marta Ruiz, en su columna sobre el  tema Defensa de la pared (pintada) en la revista Arcadia, cita un grafiti agresivo y cruelmente regionalista: «Haga patria, mate un costeño». En Cali amaneció un día otro odiosamente racista e igual de políticamente incorrecto: «Mate un negro y reclame un yoyo». Esto es humor negro.

Un ejemplo de humor inofensivo es el que dice: «Mi abuelita dijo no a la droga…y se murió», o «Aristóteles compró una camioneta con platón», o «Yo también sé que nada sé, pero no me jacto», o «Busco sexo opuesto; o sexo, o puesto». Y textos aparentemente ingenuos al escribirlos –como «Lo que antes nos unía, ahora nos separa»– que al leerlos se vuelven pornográficos.

En Bogotá, durante la primera alcaldía de Enrique Peñalosa, mientras se adelantaban las obras del transporte masivo Transmilenio, bolardos, andenes, colegios y bibliotecas, apareció un día en letras negras sobre fondo blanco una frase que decía: «No más obras. Queremos promesas», y otra en la Universidad Nacional: «Capitalismo, tus milenios están contados».

Los grafiti invaden la propiedad privada y afectan el espacio público, por lo cual están teóricamente prohibidos. Si la ciudad desapareciera –cosa que, al paso que vamos, podría ocurrir– se convertiría en ruinas, y solo quedarían pedazos de muros. Pero los grafiti no desaparecerían pues mientras haya ciudadanos inconformes y muros o pedazos de muros, habrá grafiti o pedazos de grafiti. La ciudad oculta habla por sus grafiti y la necesidad de expresión supera la capacidad de  represión.

Posiblemente usted viene de una ciudad donde los semáforos sirven solamente para ordenar el tráfico. En Bogotá, su principal función es generar empleo informal. Los primeros usuarios son los limosneros, solo uno por semáforo, o a veces dos pero de diferente especialidad. Ejemplo: mamá cargando paquete de cobija doblada que se supone niño, y un cojo. Nunca dos ciegos. La excepción son los limpiadores de parabrisas –dos por semáforo, pero socios–.

Se cree que esta mendicidad en verde, amarillo y rojo se debe al desempleo, la migración del campo a la ciudad, los desplazamientos por la violencia y otras razones igualmente conmovedoras. La realidad, mucho menos sensible, es que se gana más implorando que trabajando, pero hay que conocer las técnicas de mercadeo que varían desde cara lastimera hasta mano derecha implorante y mano izquierda con ladrillo apuntándole al parabrisas.

Pero los mendigos no son los únicos favorecidos con este empleo. Las actividades de semáforo se pueden clasificar en ocho grupos que listamos a continuación con ejemplos:

  1. Limosnas trabajadores independientes: ya comentadas.
  2. Limosnas institucionales: Día Nacional de Alguna Cosa.
  3. Servicios: limpieza de parabrisas.
  4. Ventas permanentes: periódicos y revistas, paraguas, cigarrillos sin estampilla, dulces, chicles, maní, cordones para zapato, bolsas para basura, manos libres, muñecos de peluche, pelotas, bayetillas, rosas.
  5. Ventas de temporada: árboles de navidad, almanaque Bristol, ediciones piratas de libros de actualidad, regalos día de la madre, banderas de Colombia.
  6. Ventas de cosecha: piñas, aguacates.
  7. Raponeros: de reloj: por chofer con vidrio bajado. De cartera de señora: por vidrio roto por raponero con ladrillo.
  8. Otros: patinadoras con propaganda, encuestadores.

Si usted ha decidido venir a trabajar en un semáforo, no se lo recomiendo. La competencia es muy dura. Pero si piensa venir a estudiar a Bogotá, está tomando una buena decisión. La capital ofrece una amplia gama de Universidades –muchas de las cuales tienen facultad de arquitectura– que se agrupan la mayoría en dos ejes: un eje Norte-Sur en el pie del monte que comienza en la Universidad de la Salle y termina con la Universidad del Bosque; y un eje Oriente-Occidente que se inicia en la Universidad Javeriana y muere en la Universidad Nacional. Algunas como la Inca se mimetizan en barrios residenciales, y otras flotan en el campo como la Sabana y la Militar.

Si ya se graduó de arquitecto, vale la pena visitar el vecindario de algunos centros de educación superior, donde aparecieron edificios que generaron un sano desarrollo, como sucedió con las universidades de Los Andes y Jorge Tadeo Lozano, que por su crecimiento rebasaron su campus original y prolongaron su territorio convirtiéndolo en un campus urbano. Este es un ejemplo de cómo, invadiendo su entorno con buena arquitectura, seria, incluyente y respetuosa, se puede recuperar la ciudad, pedazo a pedazo.

Bogotá es una ciudad color ladrillo, con cielos variables de gris deprimente a azul estimulante, dispuesta a entregarse al arquitecto que la visite. Si usted está interesado en arquitectura colonial, su sitio es La Candelaria. Si quiere ver arquitectura moderna, le recomiendo que se asesore de un arquitecto local que le muestre lo mejor del siglo XX. Del siglo XIX hay poco y el XXI está empezando a madurar.

Le recomiendo visitar el edificio El Tiempo de Bruno Violi, uno de los arquitectos que nos trajeron de Europa la arquitectura moderna, al igual que  Rogelio Salmona –autor de las Torres del Parque, la biblioteca Virgilio Barco, el centro cultural García Márquez y el Archivo Nacional– y German Samper, diseñador de la Sala de música de la biblioteca Luis Angel Arango. De  Fernando Martínez, la Plaza de Bolívar y las casas de El Refugio son visita obligada, al igual que edificios como el de Ecopetrol de Cuéllar Serrano Gómez y el de la Flota Mercante Grancolombiana, de la misma firma en asocio con Hans Drews. Las casas del barrio El Chicó de las firmas Obregón y Valenzuela, Ricaurte Carrizosa y Prieto, y Jiménez y Cortés Boschell, son representativas de la arquitectura de su época. En el barrio Polo Club se destacan las casas de  Robledo Drews Castro y los apartamentos de Guillermo Bermúdez y Rogelio Salmona. Rueda Gómez y Morales son los autores de las Residencias El Bosque en la avenida Circunvalar, donde también puede verse el edificio Sapo de Jon Oberlaender. Tres edificios en la Avenida de Chile son una buena muestra de la arquitectura de Camacho y Guerrero, y los edificios blancos de la Avenida El Dorado son un buen ejemplo de la calidad de la obra de Arturo Robledo. La arquitectura educativa está bien representada en los edificios de Daniel Bermúdez, Daniel Bonilla, Javier Vera, Mauricio Pinilla, Juan Pablo Ortiz, Taller 301, Felipe González y Ricardo Larrota. Finalmente, vale la pena conocer un jardín infantil de Giancarlo Mazzanti, una iglesia de Carlos Campuzano, un centro comercial de Édgar Bueno y un edificio de apartamentos de Alvaro Giraldo o de Alvaro Botero.

En el caso de Bogotá, es permanente la inconformidad de los ciudadanos con su ciudad, especialmente en los temas de movilidad y seguridad. Corrijo: con Bogotá, porque no la consideran su ciudad. Los bogotanos habitan una urbe que sienten desconocida y extraña. Por eso las quejas se producen contra una entidad abstracta y ajena, y sus falencias les irritan pero no les duelen. Viven en un entorno que les es hostil, que no entienden cómo funciona –o mejor dicho como debería funcionar, pues de hecho no funciona–, y al no entenderla no pueden apropiarla y sentirla suya.

La ciudad está en crisis, y cuando usted la visite lo notará. La destrucción de la malla vial y el aumento de automóviles han triplicado los tiempos de recorrido, y estimulado a  los bogotanos a no desplazarse por fuera de su sector, renunciando al derecho de vivir su ciudad en su totalidad y disfrutar de los servicios y oportunidades que esta le ofrece. Estamos obligados a vivir recluidos en barrios aislados que alguna vez fueron pequeños poblados que hoy hacen parte de la ciudad.

Si a esto agregamos graves problemas de seguridad, vandalismo, invasión del espacio público, deterioro de sectores deprimidos y la aparición de mega estructuras como el rascacielos BD Bacatá, en sitios donde la infraestructura vial está a punto de colapsar, la situación pasa de crítica a angustiosa.

Para hacer de Bogotá una ciudad más vivible, es necesario acordar un concierto entre los actores urbanos: legisladores, administradores y usuarios. Un concierto en re. En RE mayor.

Para empezar a concertar es necesario REconocer la crisis y REdefinir la ciudad que queremos: aunque posiblemente inalcanzable, esta tiene que ser nuestra meta, para lograr al menos la ciudad que podemos. Después REchazar la corrupción; REcluir a los contratistas ladrones que entregan obras inservibles, y REmplazar a los funcionarios que las reciben. REconstruír la malla vial; REcuperar el espacio público mal usado o apropiado por terceros; REdensificar sectores subutilizados de acuerdo con la capacidad de su infraestructura, y un programa de REnovación urbana que contemple cambios de uso y creación de nuevo espacio público y equipamiento comunitario; REstringir la expansión incontrolada de la ciudad; REstaurar y proteger el patrimonio construido, incluyendo los edificios emblemáticos de la arquitectura moderna; REhabilitar estructuras en estado de abandono y REadecuar espacios cuyos usos se hayan vuelto obsoletos. Y, sobre todo, REspetar los derechos de los demás.

Finalmente, lo más importante es REconocernos francamente como verdaderos bogotanos todos los que, independientemente de nuestro lugar de origen, hemos escogido la capital como lugar de vida y muerte. Y REsponsabilizarnos del aporte personal que sea necesario hacer para lograr nuestro bienestar y el de nuestros conciudadanos, y mejorar la ciudad que le estamos dejando a nuestros hijos.

El primer paso para que la ciudad sea adoptada por sus habitantes es que desde niños les expliquen que ese complejo urbano en el cual vivimos nos pertenece a todos, su buen uso es nuestro derecho, y su buen manejo es nuestra responsabilidad.

Me temo que este análisis fatalista, negativo y muy poco convincente de Bogotá no sirva como invitación para los arquitectos no bogotanos. Por eso termino con una definición de Bogotá en cien palabras, más positiva, romántica y un poco lambona, que nos pueda compensar en parte el mal sabor que nos dejó esta lectura, y me permita afirmar, en cinco palabras, algo que yo sinceramente siento: Bogotá es un buen vividero.

bogota_02

Si usted vive en…

…una ciudad recostada en una fila de
cerros protectores, que limitan una
sabana verde, donde la vista se pierde
como un niño solo…

…un bosque urbano de ladrillo salpicado
de eucaliptos, urapanes y pinos que
vinieron de lejos para quedarse…

…un medio cultural que se sale de
teatros, bibliotecas, galerías y salas de
música a invadir parques…

…donde horas frías y lluviosas se
compensan con días maravillosos de
soles tibios, cielos azules y atardeceres
rojos y amarillos…

…donde no hay sancudos. Entonces
usted vive en…

Bogotá

Quiérala, respétela, protéjala, consiéntala, úsela, disfrútela y…

¡Siéntase bogotano!

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Ciudad_Universitaria

Ciudades universitarias y Ciudades Universitarias

Existen grandes centros urbanos que albergan un número importante de instituciones de formación profesional; o ciudades pequeñas donde la(s) universidad(es) pesa(n) mucho dentro de las actividades urbanas. Se las considera ciudades universitarias. Como ejemplo de pequeñas ciudades universitarias, podemos citar a Oxford y Cambridge en Inglaterra.

Pero hay además Ciudades Universitarias. Son campus claramente definidos y delimitados, abiertos o cerrados, donde se desarrollan todas las actividades de una universidad. Es el caso de la Ciudad Universitaria de Caracas, el campus de la Universidad Central de Venezuela, situada en un terreno de 200 hectáreas en el centro de la ciudad y diseñada por el arquitecto Carlos Raúl Villanueva; o la Ciudad Universitaria de Méjico ocupada por la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam) en un terreno de aproximadamente 700 hectáreas, trazada de acuerdo con el proyecto de los arquitectos Mario Pani, Enrique del Moral y Mauricio M. Campos.

Bogotá puede ser considerada una ciudad universitaria por la cantidad de instituciones de educación superior que alberga. Dentro de ella, existe una Ciudad Universitaria –también conocida como la Ciudad Blanca por el color predominante de los edificios–, sede de la Universidad Nacional, con diseño original del arquitecto Leopoldo Rother.

La mayoría de las universidades capitalinas se agrupan en dos ejes: un eje sur-norte en las faldas de los cerros donde, en el centro de la ciudad y recostadas en el pie del monte, se ubican entre otras la Universidad Libre, la Distrital, la Central, la Gran Colombia, las vecinas Externado de Colombia y de la Salle, la tradicional del Rosario, la de los Andes, y en el borde del centro, la de América y la Jorge Tadeo Lozano. Más adelante, el eje encuentra la Javeriana, y continúa su recorrido hacia el norte con el Politécnico y tres universidades que honran con su nombre a héroes de la independencia: Manuela Beltrán, Antonio Nariño y Los Libertadores.

El eje de los cerros termina con la universidad El Bosque. Por fuera de la ciudad y enclavados en la Sabana, aparecen algunos campus donde prima el verde, como los de la Sabana y la Militar.

El otro eje –el de la calle 45– se inicia en los cerros con la Universidad Javeriana y muere en los generosos espacios verdes de la Ciudad Universitaria, recogiendo en el camino a la Piloto y a la Católica. Otras –como la Incca– buscan su acomodo en distintos barrios.

Muchas universidades –las más– surgieron en una vieja casa llena de sillas Rimax, a la cual se añadieron más casas y más sillas que ocuparon jóvenes que se tomaron las calles aledañas convirtiendo andenes y calzadas en un campus sustituto. Otras –las menos– como la Nacional, la Javeriana y los Andes nacieron, esas sí, en un lote que convirtieron en un verdadero campus, adecuando edificios existentes y construyendo nuevos.

La relación de las universidades con su entorno siempre ha sido un tema de amor y odio. El odio aparece cuando los estudiantes y sus actividades entran en conflicto con la tranquilidad del barrio. El amor nace cuando el flujo de los mismos estudiantes y las mismas actividades propias de la educación superior desplazan establecimientos indeseables como bares y lugares de prostitución y los remplazan por aulas, bibliotecas y auditorios. Los nuevos habitantes generan un sano desarrollo, como sucedió con la Jorge Tadeo Lozano cuyo entorno, ya revitalizado, sigue ampliándose en la medida en que nuevos edificios –como los de posgrados, la biblioteca y sala de música del arquitecto Daniel Bermudez y el de artes del arquitecto Ricardo Larrota– fueron ocupando el espacio hasta llegar a integrar su territorio con el de su vecina, la Universidad de los Andes. Finalmente, y en medio de las dos universidades, se construyó el proyecto City U –tres torres de apartamentos para estudiantes– con lo cual se garantiza la vida nocturna en el sector.

El campus de Los Andes se saturó. Entonces, se vio obligada a saltar fuera de sus límites fundacionales –con los edificios Mario Laserna del arquitecto Javier Vera y Julio Mario Santo Domingo del arquitecto Daniel Bonilla– y a convertir el vecindario en ampliación de su territorio.

Entretanto, la relación universidad-Bogotá era criticada por tratarse de un campus cerrado, acogedor con sus académicos y estudiantes, pero poco amable con visitantes y residentes del sector. Hasta que hace un año abrió un concurso privado para el diseño del Centro Cívico Universitario.

ciudad_Universitaria

 

Con este concurso, la universidad muestra su interés de abrirse a la comunidad, como se aprecia en estos apartes de las bases:

El objetivo central de este concurso es proponer la arquitectura de un conjunto edilicio, que refleje una posición clara frente a la construcción de la ciudad y el paisaje urbano, que proponga una imagen acorde con los valores espaciales de la Universidad, así como una reflexión profunda sobre los espacios que demanda una educación centrada en la autonomía del estudiante y su interacción con contextos diversos (…)

(…) Este conjunto edilicio se integrará a la transformación y consolidación del Campus y debe contribuir a elevar radicalmente la calidad urbana del sector, así como sus vínculos con las comunidades presentes (…)

(…) El ganador de este concurso será el equipo que proponga un nuevo territorio que refleje los valores espaciales que la Universidad de los Andes quiere propiciar. Igualmente, que destaque el compromiso de la Institución con la construcción de una ciudad, integrada e incluyente, de la cual hagan parte los actuales y futuros estudiantes, profesores, egresados, equipo administrativo, visitantes y ciudadanos (…)

Y el ganador del concurso fue el proyecto presentado por el consorcio formado por el arquitecto colombiano Konrad Brunner y el arquitecto chileno Cristián Undurraga. Veamos, en estos apartes de la memoria, cómo describen sus autores su propuesta:

El parque Espinosa será parte integral del espacio público que penetra por las nuevas calles peatonales a la plaza central, articulando el campus con el Eje Ambiental y el Parque Piedemonte de Fenicia (…)

(…) Estos volúmenes se abren en dos ejes peatonales que perforan la manzana compacta convergiendo en una plaza central cuya vocación, además de articular la ciudad y el sector alto del campus, es la de Centro Cívico de la Universidad (…)

(…) La experiencia al atravesar el paseo de acceso, desde el parque Espinosa o desde la carrera 1, nos revela un universo de fosos y espacialidades complejas que anticipan la riqueza al interior de los nuevos edificios que se proponen (…)

(…) El resultado final es de enorme riqueza espacial, manejo de la luz por patios e intersticios, variedad de caminos y recorridos, permeabilidad hacia la ciudad y el campus por diferentes puntos, todo amarrado por la plaza central y el manejo de la vegetación y el paisaje (…)

(…) Proponemos el diseño de un sistema de marcos de hormigón armado que transforma la malla de 8 x 8 m. bidimensional en una malla tridimensional donde, en medio de esa geometría neutra, se pueda organizar libremente el entorno vital. Dentro de ese patrón geométrico, múltiple e isótopo se despliega el programa requerido con particular libertad y adaptabilidad, agregando o quitando, estableciendo llenos o vacíos, según sea la demanda (…)

(…) El módulo de 8 x 8 m. es reconocido por su eficacia estructural y adaptabilidad a programas diversos, desde estacionamientos a salas de clase de 64 m2 u oficinas de 4 m. de ancho.

La obligación de las universidades no se limita a crear y difundir conocimiento. También tienen que construir a su alrededor una mejor ciudad. Y ambas –la ciudad y la universidad– mejoran con una política de puertas abiertas donde pueda salir el conocimiento a la calle, mientras la vida urbana penetra en el campus. El caso de la Tadeo y los Andes es un ejemplo de cómo, invadiendo su vecindario con buena arquitectura, seria, incluyente y respetuosa, se puede recuperar la ciudad, pedazo a pedazo.

ciudad_universitaria

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arqanonimos

Arquitectos anónimos

Se sabe el nombre de la niña rubia que surge de una concha y el de su autor, pues El nacimiento de Venus y el pintor Botticelli siempre han estado unidos, como El Guernica y Picasso, Aida y Verdi, El Quijote y Cervantes, Las cuatro estaciones y Vivaldi. Pero, ¿alguien sabe que el arquitecto que diseñó el famoso rascacielos Empire State se llamaba William F. Lamb?

Decir que alguien descubrió la vacuna contra el cáncer sin decir quien, suena absurdo, pero, guardadas proporciones, es lo que pasa frecuentemente con los arquitectos, al menos en Colombia.

Con mucha frecuencia leemos descripciones de proyectos, acompañadas de infinidad de datos que para nosotros son superfluos, sin que aparezca por ninguna parte el nombre de los arquitectos –anónimos en este caso– que los diseñaron. Para muestra un botón:

La Universidad Nacional invertirá 70.000 millones de pesos en el nuevo edificio para la Facultad de Artes. Se empezará a construir el próximo año y contará con tres bloques que albergarán las escuelas de Arquitectura, Diseño Industrial y Cine y Televisión. El antiguo edificio tuvo que ser demolido porque tenía un gran desgaste estructural.

Esta noticia apareció en el periódico EL TIEMPO del 26 de noviembre de 2017. Quedamos enterados del costo, del inicio de la construcción, de cuántos bloques son y qué escuelas albergará. Pero del arquitecto, nada.

El segundo botón está contenido en las siguientes tres cartas:

Señora
SARAY MENDEZ
Gerente de Comunicaciones
Cámara de Comercio de Bogotá

Estimada Señora:

La Cámara de Comercio de Bogotá no quería un gran edificio. Quería mucho más. Quería un ícono, como estaba explícito en estos apartes de las bases del concurso internacional convocado para tal fin:

«Centro Internacional de Convenciones de Bogotá, un espacio de talla mundial que se convertirá en ícono de la ciudad y permitirá promover internacionalmente a Bogotá, así como atraer el turismo corporativo y de negocios para mejorar la competitividad de la ciudad…»

« […] Según Consuelo Caldas, Presidenta Ejecutiva de la CCB, con este proyecto la Cámara de Comercio de Bogotá y Corferias esperan mostrar a Bogotá como una ciudad dinámica, incluyente y sostenible que se convierta en un ícono urbano de la talla de la Torre Eiffel de París, el Teatro de la Ópera de Sydney [sic] o del Museo Guggenheim de Bilbao».

«Durante la primera etapa del concurso, se elegirán los cinco (5) candidatos que presenten el mejor diseño conceptual».

Como respuesta a  la convocatoria se inscribieron 90 consorcios, y dentro de los cinco candidatos que presentaron el mejor diseño conceptual, el jurado escogió como ganador al proyecto presentado por el consorcio constituido por la firma colombiana de Daniel Bermúdez y la española de Juan Herreros. Por la calidad de los miembros del jurado, estoy seguro de que el proyecto escogido era el mejor. Lo de ícono está por verse, pues los edificios íconos no nacen, se vuelven.

Y no se volvió a saber nada del Centro Internacional de Convenciones de Bogotá, distinto de que estaba en construcción. Hasta que en la revista Semana apareció una información que motivó mi primera carta:

Señores
Revista SEMANA
Ciudad

 ¿Quién sabe cuántos pisos y metros cuadrados tiene la Torre Trump, cuánto costó la torre Eiffel, cuántos puntos porcentuales del PIB producen las pirámides de Egipto, cuántos sectores de la economía se activaron con la construcción del museo Guggenheim en Bilbao? La respuesta es: casi nadie lo sabe porque a casi nadie le importa. Y esta información que a casi nadie le importa fue la que apareció en su artículo A otro nivel publicado en la edición 1850 de la revista SEMANA, sobre el Centro Internacional de Convenciones Ágora.

Pero en cambio no apareció lo que todos los interesados en arquitectura quisiéramos saber: quién diseñó tan importante obra. Contar que fue el arquitecto colombiano Daniel Bermúdez, asociado con el arquitecto español Juan Herreros, solamente habría aumentado trece a las casi mil palabras que tiene el artículo que, puesto en los términos de ustedes, equivale al 1.3 % del texto.

Nunca he visto una reseña sobre un libro –así sea una mala novela– o sobre un cuadro –así sea una mala pintura– en la que no se nombre al autor, personaje que casi nunca aparece cuando de arquitectura se trata.

A nombre del Arquitecto Anónimo –anónimo por culpa de los medios– le pido a SEMANA que incluya en sus protocolos la obligación de nombrar al autor en todas les reseñas sobre arquitectura. Tal vez en este caso, una golondrina sí haga un pequeño verano.

En la siguiente edición de la misma revista apareció una reseña similar que generó mi siguiente carta:

Señores
Revista SEMANA
Ciudad

En mi primera carta a SEMANA de octubre 17, me quejaba de que en las reseñas de obras de arquitectura no se informara sobre el o los autores, como sí sucede con las de literatura, música o cine. La queja se refería al Centro de Eventos Ágora, publicado en la edición 1850 con generosidad de datos tales como altura en pisos, metros cuadrados construidos, puntos porcentuales del PIB que producirá, y sectores de la economía activados. En ninguna parte se mencionaba que los autores fueron los arquitectos Daniel Bermúdez y Juan Herreros.

Acabo de recibir, acompañando la edición 1852 de SEMANA, la separata Bogotá Creativa en la que aparece nuevamente Ágora. Alcancé a pensar que mi primera carta –no publicada– habría surtido efecto y los diseñadores aparecerían en forma destacada. Vana ilusión. Nuevamente brillaban los datos ya citados, más algunos adicionales que, me imagino, SEMANA considera que todos los lectores deben saber, como los 134.552 metros cúbicos de tierra excavada, y nada de Bermúdez y Herreros.

Si una revista de la importancia de SEMANA no considera un derecho de los arquitectos que se reconozca su oficio, solo nos queda una pregunta chapulinezca: ¿quién podrá defendernos?

Las dos cartas no fueron ni contestadas ni publicadas.

La posibilidad de que esta reseña provenga de un comunicado de prensa que no incluía a Bermúdez y Herreros, me llevó a escribir esta tercera carta, esta vez a usted. Aunque los bogotanos no conocemos el edificio –aparentemente terminado–, estamos seguros de que es sobresaliente, y esto se debe al esfuerzo y a las capacidades de los proyectistas, sus colaboradores y todos los técnicos involucrados en los procesos de diseño y construcción. Sin embargo, para quienes leímos las reseñas, la sensación que nos quedó es que Semana y la CCB consideran que fue un grupo anónimo de personas y no cientos de esforzados profesionales y obreros quienes hicieron realidad la obra.

La ética de los arquitectos, señora Méndez, nos pide volcar en cada proyecto todas nuestras capacidades para lograr el mejor resultado. Y el resultado es el edificio terminado. Los edificios hablan por sus autores, y así como tenemos la responsabilidad del diseño y la obligación de buscar la excelencia, creemos tener el derecho de que figure el nombre de los autores del edificio. Solo le pido respetuosamente, como arquitecto, que se reconozca nuestro aporte, como sí sucede con otros artistas, científicos y académicos.

En el caso que nos ocupa, se trata de un importante proyecto que, estoy seguro, será motivo de orgullo de la Cámara de Comercio, los autores y los ciudadanos.

Atentamente,

Willy Drews
Arquitecto

C.C. Dra Mónica de Greiff
Presidente
Cámara de Comercio de Bogotá

 

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queridos viejos

Viejos, mis queridos viejos

En días pasados y en una columna titulada Arquitectos y frases, citaba yo los pensamientos de algunos maestros que acompañaron la formación de muchos colegas de varias generaciones de arquitectos en la mitad del siglo XX, pensamientos que se pueden resumir así:

El más mínimo detalle debe tener un sentido o servir a algún propósito. La forma siempre sigue a la función. Menos es más. Dios está en el detalle. La excelencia no se alcanza cuando no falta nada, sino cuando no queda nada que se pueda quitar. No hay que tratar de hacer lo que hicieron nuestros maestros, sino lo que ellos trataron de hacer.

La única manera de medir el resultado de la formación de estos arquitectos es a través de sus obras. Los invito entonces a hacer un recorrido imaginario por Bogotá, visitando una docena de edificios representativos de los distintos tipos, usos y tamaños de la arquitectura de ese momento. Considerados de una gran calidad, y que han pasado la barrera de los años, demuestran que las virtudes reconocidas en el momento de su construcción se conservan, y así se confirma que su arquitectura no fue una moda efímera.

Nuestro punto de partida de este paseo virtual, la plaza de Bolívar, es uno de los mejores proyectos de Fernando Martínez. Se trata de una alfombra de piedra con un discreto diseño, extendida sobre el piso, que soluciona con esmero la unión de la plaza con las calles y edificios que la rodean. Además del piso, complementa el diseño la estatua ecuestre de su dueño –el Libertador– que desde su pedestal otea las manifestaciones de apoyo o protesta de los ciudadanos en su ágora. Aquí menos fue más.

Subiendo entre la Catedral y la Puerta Falsa –la mejor agua de panela de la ciudad–, se llega a la biblioteca Luis Ángel Arango. Adentro hay un recinto que se destaca por su bello diseño y calidad acústica. Se trata de la Sala de Música, espacio ovalado proyecto de Germán Samper donde colaboró el arquitecto Jaime Vélez. La forma siguió a la función. Su impecable trabajo en madera hace de la visita una experiencia inolvidable. Esta sala y la de Daniel Bermúdez en la universidad Jorge Tadeo Lozano son dos muestras de buena arquitectura de pequeño formato.

Iniciamos nuestro recorrido hacia el norte por una carrera séptima sin carros ni buses –que no puede considerarse por eso un buen espacio peatonal, por su deficiencia en amueblamiento, tratamiento de pisos, paisajismo y servicios básicos– hasta encontrar el Conjunto Bavaria de Obregón y Valenzuela. Nos reciben dos torres que flotan en un generoso espacio, con apartamentos de áreas igualmente generosas. En los primeros pisos comercio, y en el extremo la torre de oficinas sostenida por una fachada portante en un impecable concreto a la vista típico de la época.

Girando la vista noventa grados encontramos el –posiblemente– mejor proyecto en la historia de la arquitectura en Colombia: las Torres del Parque de Rogelio Salmona, consideradas –en su momento y aún hoy– como una solución novedosa, con una alta calidad estética y adecuadas al problema de relacionar respetuosamente la arquitectura con los cerros.

No lejos de allí se encuentra el edificio de la Flota Mercante Gran Colombiana de Cuéllar Serrano Gómez y Hans Drews, un edificio con una estructura con grandes voladizos que permitió abrir el primer piso, dejando que el espacio público penetrara hasta un local bancario en el fondo del proyecto. Desafortunadamente, años después el espacio fue cerrado con una fachada en vidrio.

Nos dirigimos al occidente por la avenida que conduce al aeropuerto, y cuadras adelante se asoma un grupo de edificios blancos de cinco pisos alrededor de un espacio verde central –proyecto de Arturo Robledo y Ricardo Velázquez– con apartamentos dúplex y un corte correctamente resuelto que permitió una mayor altura en los salones. La manera en que se van desplazando los bloques genera unos espacios exteriores e interiores de gran calidad.

Regresando al oriente, tomamos la avenida Circunvalar que perezosa bordea la ciudad de sur a norte recostada al cerro. Serpenteando cincuenta cuadras nos espera un viejo eucalipto atrapado en un muro que separa el andén del antejardín de Residencias El Bosque, un conjunto de once viviendas de la firma de entonces Rueda Gómez y Morales que tiene como característica compartir la alta calidad de los proyectos de este tipo desarrollados por esa oficina.

Quinientos pasos largos más adelante hay un parque con una escultura de un pájaro extraño. El parque es muy pequeño y el pájaro extraño muy grande. Y mirando la sabana por encima del parque y del pájaro, aparece el edificio Sapo de Jon Oberlaender, el menos conocido y publicitado de los proyectos visitados en este paseo imaginario. Se trata de un muy buen edificio de apartamentos, perfectamente ubicado en su sitio, y con una calidad de diseño que permanece con los años.

Regresamos a la carrera séptima, esta vez sí con carros y buses –muchos–, y pasamos frente a una fachada de un piso que solo tiene puertas de garajes y una entrada para peatones. Es necesario pasar al andén del frente para entender que detrás de esa fachada se extiende, siguiendo la pendiente original del terreno, un tablero de ajedrez de techos y terrazas que cubre el proyecto de Camacho y Guerrero, modelo a seguir de vivienda escalonada de alta densidad en baja altura.

Finalmente, terminamos nuestro recorrido virtual en un barrio de vivienda asentado en el antiguo terreno de un campo de polo, de donde tomó su nombre. Allí se construyó un grupo de casas de dos pisos –proyecto de Arturo Robledo y Hans Drews–, apoyadas en dos muros de carga y con un tercer piso diseñado para recibir una ampliación, que llama la atención por la claridad de su diseño, donde nada faltaba ni nada sobraba. Actualmente lo que falta y sobra son las desafortunadas intervenciones de algunos propietarios.

También encontramos, en el mismo barrio El Polo, los edificios de Guillermo Bermúdez y Rogelio Salmona, que en su momento sacudieron el mundo de los edificios de apartamentos de baja altura por su atractiva distribución de viviendas y su acertada implantación en el sitio.

Todos los ejemplos visitados siguen siendo admirados como muestra de arquitectura de gran calidad que, a pesar de tener más de treinta años –y algunos más de medio siglo–, son viejos que siguen desempeñando su función con dignidad. Son mis queridos viejos.

 

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ConversacionBelleza

Conversación sobre belleza

—La ventaja de venir al parque es que se ven bellezas como esa.

—Sí, es una Morpho azul, una de las mariposas más hermosas de América. Puede llegar a medir hasta 20 cms. de envergadura y vive de Méjico para abajo.

—Yo me refería a esa mujer que pasó. ¡Era una belleza!

—Pues hablando de belleza, siempre ha habido en el arte una relación entre belleza y bondad. Los buenos (ángeles, hadas, héroes de película, Jesucristo, la virgen María) siempre han sido bellos, y los malos (diablos, brujas, villanos de película, monstruos) siempre han sido feos.

—Tiene razón. Yo no lo había notado, pues le confieso que he leído muy poco sobre este tema, acerca del cual no se ha escrito mucho.

—Un hombre decía: el hecho de que yo sea paranoico no quiere decir que no me estén persiguiendo. El hecho de que usted no haya leído, no quiere decir que no se haya escrito. Umberto Eco, por ejemplo, escribió un libro que se llama Historia de la fealdad, y otro Historia de la belleza. En este último, Eco dice: «Este libro parte del principio de que la belleza nunca ha sido algo absoluto e inmutable, sino que ha ido adoptando distintos rostros según la época histórica y el país». Más adelante, Eco aclara: «hablamos de belleza cuando disfrutamos de algo por lo que es en sí mismo, independientemente del hecho de que lo poseamos».

—¿Usted cree que la belleza es intrínseca al objeto (en este caso la mujer) o está en la cabeza del observador (en este caso yo)?

—Yo creo que está en la cabeza del observador, en este caso usted. Trataré de explícarselo comenzando con lo que pasa en el reino animal. Contrario a lo que piensan muchas personas, muchas especies son sensibles a la estética. En la mayoría de las aves que presentan dimorfismo (características físicas diferentes entre macho y hembra), es el macho el que luce los colores y se cree que los exhibe para atraer a la hembra. Fíjese, por ejemplo, en aquel pavo real cómo se pavonea con el abanico de la cola. La hembra acepta como pareja al macho más llamativo y ostentoso, y la valoración tiene un sentido únicamente estético. Algo similar sucede con el pájaro de Australia y Nueva Zelandia, conocido como pergolero, y con la urraca, que recogen objetos coloridos y brillantes para adornar sus nidos y atraer una hembra que busca y acepta al mejor decorador. Está demostrado que estos objetos solo tienen un valor estético.

—¿Y esto cómo explica su teoría de que la belleza está en la cabeza del observador?

—Me explico. Tanto estas especies como el animal humano nacemos con unos códigos genéticos que nos indican qué es bello. En el caso que le acabo de citar, solamente las aves mencionadas le encuentran un valor estético a estos objetos de colores brillantes. A las otras especies (que no tienen ese código) las dejan indiferentes, lo cual confirma que estos objetos no tienen una belleza intrínseca.

—Está claro. Pero ¿qué pasa con los arquitectos que tenemos gustos tan diferentes aunque pertenecemos a la misma especie?

—Lo que pasa es que el animal humano, como las especies que ya vimos, viene con su paquete de códigos genéticos pero puede adquirir nuevos, cambiar y suprimir viejos códigos. La suma de los códigos genéticos más los adquiridos, en su forma original o modificados, constituye su ideal de la belleza. Nuestra sociedad de consumo ha hecho de la moda una manera de crear nuevos códigos que faciliten nuevas ventas. Eso explica, por ejemplo, la necesidad de la industria del automóvil de lanzar un nuevo modelo cada año, para satisfacer el gusto cambiante de los compradores. Y explica también por qué cada arquitecto busca su propia belleza, producto de códigos diferentes.

—¿Pero cómo se explica entonces que hay proyectos que muchos arquitectos de distintas tendencias consideramos bellos? Le voy a recordar cinco edificios que, aunque superan la barrera del tiempo y los cambios sucedidos en el mundo, todavía son considerados bellos por muchos arquitectos que piensan diferente: el Taj Mahal; el Palacio de Versalles; el aeropuerto Dulles de Saarinen; la casa de la Cascada de Wright; y la alcaldía de Rødovre de Jacobsen.

—Pues yo le digo otros cinco y después le explico: el cementerio de Asplund; Santa Sofía; la alcaldía de Saynatsalo de Aalto; la ópera de Sídney de Utzon; y el palacio de la Alvorada de Niemeyer. Y siguen muchos más. La explicación es muy simple: estos colegas famosos han utilizado (o impuesto) códigos de belleza que compartimos muchos arquitectos. Dice Eco: «Es posible que, más allá de las distintas concepciones de la belleza, haya algunas reglas únicas para todos los pueblos y en todos los tiempos».

—¿Y cuáles son los códigos que traemos en los genes?

—Le menciono algunos, basados en la naturaleza del mundo que nos rodea:

  • El entorno: en la naturaleza todo encaja con su espacio inmediato. La belleza está muy ligada a la relación del objeto con su entorno. El valor estético del Taj Mahal sufriría un duro golpe si estuviera en medio de un basurero.
  • La simetría: todos los seres vivos tienden a ser simétricos (de hecho, en este momento solo recuerdo un animal asimétrico: el cangrejo con una pinza grande y una pequeña); y, para los humanos, esta simetría constituye un factor de belleza. Un ejemplo de la simetría en arquitectura es la obra de Palladio.
  • Las formas no agresivas: como las de los cachorros de los mamíferos, que despiertan sentimientos de ternura, belleza y protección. Niemeyer reconoce que su arquitectura se inspira en las formas curvas.
  • La integridad: todos los organismos son completos, y sus elementos conforman un todo funcional. Un caballo con cinco patas y un solo ojo, seguramente, no nos parecería bello.
  • El color: el color adecuado (de acuerdo con los códigos de cada uno) es definitivo en la apreciación de la belleza.
  • El orden: es innegable que el orden produce una satisfacción de tipo estético.
  • La claridad: el fácil entendimiento de los elementos, y su funcionamiento, es un acompañante obligado de la belleza de la arquitectura.
  • La adecuación a la función: condición para la belleza en la arquitectura. Si el edificio es bello pero no cumple con su función, es una escultura.

—La conclusión de esta conversación es que la belleza no es intrínseca al objeto, sino que está en nuestro cerebro en forma de códigos genéticos y adquiridos, que podemos cambiar o modificar, y que nos permiten apreciarla.

—Parafraseando una frase (valga la redundancia) sobre la felicidad: la belleza no está donde se busca sino donde se encuentra. No tenemos que viajar hasta la India, ni remontarnos al siglo XVII para disfrutar una belleza que tenemos todos los días en los objetos sencillos, ante nuestros ojos y no la vemos, como la mariposa y el pavo real.

—Y la mujer que pasó…

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