Tal parece que el alcalde de Bogotá se empeña en atribuir el tremendo colapso de la movilidad en Bogotá, a la profusión – por demás indiscriminada y exasperante-de obras públicas en la ciudad, las cuales presuntamente producirán, en palabras del gobernante, una “transformación histórica y sin antecedentes en la ciudad”….
De resultar cierta tal afirmación, la ciudadanía podría esperar dos consecuencias importantes: la primera, que los problemas de movilidad serán superados una vez concluyan las intervenciones en curso y que por lo tanto, se trata de una circunstancia excepcional y sobre todo pasajera, y la segunda, que la calidad de las obras apuntan a dejar una huella perdurable y positiva en la historia y en el devenir futuro de la ciudad.
Como si los problemas imperdonables de corrupción y burdo clientelismo no fuesen suficientes, estamos convencidos que se trata de una nueva manera de distraer la opinión pública, propiciando expectativas que además de falsas, son en extremos dañinas a la lenta tarea de construir credibilidad institucional, contraparte necesaria para consolidar una ciudadanía proactiva, solidaria y genuinamente consciente de sus derechos y obligaciones.
Es por ello que con todo respeto pero también, con la vehemencia que otorga el acervo de las evidencias, muchos de nosotros, ciudadanos y dolientes de Bogotá, nos permitimos dudar de tales aseveraciones y expresar nuestra profunda indignación por la impericia y la improvisación, la insensibilidad estética, además de la ausencia de un genuino sentido de lo público, características notables de la manera como un partido político y un específico alcalde, manejan hoy el destino de la ciudad.
Quienes creemos que la construcción de ciudadanía en un país como Colombia nace de la correspondencia entre la solvencia técnica y la transparencia de quienes son elegidos para gobernar la ciudad y una población, cuya pluralidad de problemas e intereses son posibles de aunar en torno a propósitos comunes que además de gratificar su vida, la fortalezcan como colectividad solidaria, ya no silenciosa masa cuya existencia es sólo rememorada a través de episódicos procesos electorales.
Si bien nuestro grado de conciencia ciudadana es todavía incipiente, también es cierto que Bogotá ha sedimentado una fibra crítica que le permite demandar mejores condiciones de habitabilidad urbana, convencidos como estamos que los progresos han sido y son posibles y que por ello, no estamos destinados, en razón a un insondable arbitrio del destino, a conformarnos con una ciudad sin atributos, fea, inoperante, insegura y hostil, en degradación progresiva y con un futuro incierto, cuando no claramente inviable.
Amparados en el convencimiento que es en el silencio donde mejor se abonan los males anacrónicos de nuestras instituciones y el abrevadero, además, que nutre las perversas inercias que han deformado en nuestro país el ejercicio de la política, queremos exponer de manera pública nuestras preocupaciones frente a la manera reductiva, simplista e irresponsable como la actual administración distrital ha encarado en Bogotá el desafío de la movilidad.
El asunto sustantivo, de lo cual nunca se habla y que parece pasar inadvertido para la actual administración, atañe para este caso en particular al Modelo de Crecimiento adoptado por la ciudad, amparado hace ya tiempo sobre la lógica de la densificación y el control a la expansión de la urbanización, modelo que si bien apropiado, no implica con exclusividad multiplicar la oferta inmobiliaria ya que ello demanda la existencia de más y mejores soportes ambientales y espacios públicos, tales como andenes, plazas, parques, alamedas, equipamientos y aunque parezca perogrullada, adicionales y más calificados corredores para la movilidad.
Movilidad que se ampare efectivamente en la prevalencia de lo colectivo sobre lo privado, no como simple retórica sino a través de hechos y evidencias que consoliden una alternativa verídica al transporte privado pero que también, reduzcan la dependencia que la ciudad tiene de su malla arterial, en aras de proveer una mayor continuidad y capilaridad a todos los niveles de sus estructuras de movilidad, a sabiendas que en Bogotá, como en toda ciudad del mundo conocido, hay que convivir con muchas modalidades viables de movilidad, entre ellas con el vehículo privado, cuya restricción progresiva será necesaria una vez se cuente con una oferta pública digna, eficaz y suficiente.
La mencionada densificación de vastas zonas urbanas actualmente en marcha en Bogotá, resultado de radicales cambios en su norma urbanística, no solo induce una dinámica de concentración poblacional que claramente no se corresponde con la dotación de espacios públicos suficientes, sino que está produciendo y lo que es peor, va a incrementar -es responsable admitirlo-, enormes colapsos en los desplazamientos para la ciudadanía y un deterioro generalizado del valor del suelo y de la calidad de vida.
Con o sin conocimiento de tales coordenadas estructurales de movilidad, probabilidades ambas inexcusables, poco o nada parece sin embargo ocupar a la actual administración ante tales desafíos, presa como está del síndrome de amparar su éxito político en la incierta capacidad de inaugurar obras inconclusas, fragmentarias, chapuceras, cuando no, francamente innecesarias.
A las dudosas bondades del futuro Sistema Integrado de Transporte Público, el cual no hará sino reforzar la antológica incapacidad y mala fe de los transportadores privados -léase bien, de los privados– para operar la movilidad de la ciudad, se suma el creciente colapso y saturación del sistema Transmilenio como modelo vertebral de transporte público a corto y mediano plazo, cuyas proyectos de extensión, Calle 26 y Carrera 7ª, son decididamente lesivos en muchos sentidos para la ciudad.
Los mayores problemas del corredor de la Calle 26 además de su costo, del atraso de las obras o de los bochornosos actos de corrupción, resultan ser la ausencia de diseños de calidad –ninguno derivado de concursos o convocatorias públicas, como es habitual en el país desde hace muchas décadas (dónde estaba la Sociedad Colombiana de Arquitectos?); el inicio de las obras sin contar con los estudios y diseños necesarios (dónde estaba el IDU?); la perversa contratación “llave en mano” (léase “haga lo que quiera, como lo quiera, pero barato y rápido”); el avasallamiento del patrimonio paisajístico (donde estaba el Jardín Botánico?); la pérdida de memoria e identidad de paisaje en uno de los escasos corredores dignos y emblemáticos de la ciudad y como si no fuera suficiente, elocuentes evidencias técnicas de su innecesaridad como corredor troncal de movilidad….
Si hay proyectos que en la historia reciente de muchas ciudades en Colombia realmente han impactado favorablemente vastos sectores urbanos con un sentido democratizador, han sido los Sistemas Integrados de transporte Masivo. Su éxito alude no sólo a su capacidad de movilizar enormes grupos de población de manera eficiente y digna a costos relativamente moderados de inversión, sino también a una operación masiva que promueve educación ciudadana pero sobre todo, la regeneración de los espacios urbanos adyacentes, tales como andenes, plazas o parques, equipamientos asociados al sistema, cruces peatonales seguros, proyectos de arborización, mobiliario, actualización de redes, entre otros muchos beneficios asociados.
Para sorpresa de todos, más aun si cabe presumir que es la izquierda la tutora natural de lo público, tendremos los bogotanos que conformarnos con el engendro de una versión “light” de Transmilenio, ahora dispuesta apresuradamente en el más histórico y tradicional corredor de la ciudad, la carrera Séptima, sin diseños que respondan a una vía patrimonial y técnicamente muy delicada pero más aún, careciendo de las bondades urbanísticas y ambientales que han sido habituales en proyectos similares desplegados por todo el país en la última década.
Asuntos todos graves al extremo, si el problema de la movilidad en Bogotá no aludiera también a otros y variados asuntos que afectan significativamente a millones de personas cada día y sobre los cuales, tampoco la aludida administración de la ciudad parece siquiera percatarse.
Poco o nada se ha hecho, por ejemplo, sobre la chatarrización – léase robo descarado de los transportadores a la población- y la sobreoferta de buses; menos en relación a la proliferación y anarquía de motos y taxis o frente a recientes y atrasadas modalidades de locomoción como los bicitaxis; tampoco en torno a la publicidad exterior sobre vehículos cuya condición es la movilidad lenta; nada, frente a la inaudita y creciente presencia de las llamadas zorras y de las mismas ventas de toda índole y tamaño en espacios públicos -carriles vehiculares incluidos-, porque lo cierto es que ya plazas, andenes y parques están permanentemente tomados para el uso y beneficio de particulares.
No hay en esta supuesta metrópoli, para sumar ejemplos, quién calibre periódica y sistemáticamente la red de semaforización, tampoco entidad o persona que imponga las debidas sanciones a los conductores insolidarios o quien asista la caótica movilidad durante las horas nocturnas y menos aún, algo o alguien que imponga controles al tráfico para resguardar el derecho al silencio que nos asiste a todos los ciudadanos.
Vastos territorios urbanos librados a la indolencia de la Alcaldía la cual, cuando actúa, evidencia sistemáticamente dos improntas asociadas a su peculiar noción de proyecto público: pérdida de calidad estética y pésimo gusto generalizado, sumadas a obras civiles de pésima factura, con obsolescencia rápida, que nunca se empiezan, jamás se terminan, siempre se abandonan.
Además de corredores vehiculares plagados de huecos, obstáculos, con señalizaciones o pasos de cebras inexistentes o en ruinas, la movilidad de la ciudad involucra también andenes y ciclovías, soportes en buena hora reconquistados para los bogotanos pero hoy de nuevo invadidos por vehículos, publicidad, ventas, basura, pasacalles y todo tipo de adversidades físicas, los cuales coartan su uso y deterioran el paisaje de la Calle como bien público por excelencia.
Entre los precarios argumentos del derecho al trabajo y los sospechosos recelos en aplicar un debido y justo ejercicio de autoridad –lo cierto es que en la Bogotá de hoy cada quién hace lo que venga en gana-, lo que aflora son las evidentes veleidades populistas que en últimas apuntan a la privatización fragante y creciente de lo Público, sedimentando en la ciudadanía un malestar cotidiano, una sensación generalizada de naufragio social que requerirá de muchos años para tan solo recuperar el tiempo y el espacio perdidos.
A pesar de que quieran siempre convencernos que los asuntos de movilidad transitan exclusivamente por la presencia de más y más vías vehiculares, entiéndase más y más contratación, una observación desprevenida nos evidencia entonces la necesidad de enfrentar múltiples frentes que aluden a aspectos de política, de planes y de proyectos, entrecruzados con acciones informativas, normativas y restrictivas que provean programas integrales derivados, no de simples ocurrencias, sino de una política estable y de largo aliento formulada a través de un verídico Plan de Movilidad para la ciudad.
Insistimos, ya para concluir, que resulta un siniestro contra sentido el que sea justamente un gobierno de izquierda, el encargado de expandir en nuestra ciudad el perverso mecanismo de contratación “llave en mano”, práctica neoliberal que elude los Concursos de Proponentes y por ende, la selección por calidad de las propuestas que afectan el espacio urbano, desterrando la participación ciudadana como principio rector que guía, democratiza y califica las intervenciones sobre lo público y la movilidad.
La ciudad no es una empresa ni un coto electoral que puede ser librado al clientelismo y la corrupción a través de la contratación: es ni más ni menos, el albergue de vida para las mayorías de la población en nuestro país. El tamaño y naturaleza de sus desafíos demanda, de las mentes más lúcidas, las alternativas más poéticas, los despliegues técnicos más justos, las soluciones sociales más perdurables.
La construcción de la ciudad posible y deseada es un lento emprendimiento colectivo que convoca miradas a largo plazo, impensables de proveer por gerentes y politiqueros oportunistas. Reconocer en la ciudad nuestro bien cultural más preciado, demanda entre nosotros la lenta formación de una ciudadanía actuante y solidaria, singularmente proactiva y lo suficientemente crítica, entre otras, para dudar que el origen de nuestra crisis de movilidad sea derivada simplemente de algunas pocas o muchas, pero en todo caso, miopes y malogradas obras….
Sergio Trujillo Jaramillo
Ciudadano arquitecto
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