No voy a hablar de Bogotá, porque no la habito. Si bien la conozco y admiro particularmente muchas de sus zonas y la brillante intervención de algunos de sus arquitectos, no vivo en ella. Conozco sin embargo el valor histórico de sus barrios y de sus monumentos. Ciudad bella, bien emplazada.
Conozco otros centros urbanos que han sido agredidos por causas venales, por no decir la misma causa. París y Milán, Roma y Barcelona son sólo algunas pocas que han recibido “la gracia”: lo que nos cuentan es el progreso. Progreso sospechoso…pero tampoco voy a entrar en el discurso de legitimar o censurar. Deseo atenerme a los hechos: certezas en el orden de la física, de la química, de la climatología.
Está probado con cifras que la construcción de un edificio de altura genera costos constructivos mayores que la edificación que se mantiene en los 4 pisos tradicionales. No se obtiene con la altura mayor densidad, si se mantienen las reglas del respeto por los linderos. El derecho al sol, a las corrientes naturales de aire, a las vistas deben ser iguales para todos. Pero también está comprobado que los edificios en altura, quitan el sol a sus vecinos, alteran las visuales y el paisaje y alteran las corrientes de aire. Como si esto no bastara, como gigantes acaparan la energía eléctrica y los servicios derivados, el gas, el agua; saturan los desagües y alteran el curso del agua de lluvia.
El mantenimiento de un edificio en altura es mucho mayor que el de uno más bajo: más elevadores, más bombas de elevación de agua, mayor exposición al frío y al calor = mayor cantidad de energía. Mayor peligro en caso de accidentes. Pero también menor disponibilidad para el uso de sistemas pasivos de aclimatación, sin uso de energía agregada.
Algunas compañías alemanas desalientan a sus clientes entrar en esos edificios. Es fácil hacerlo, el seguro aumenta.
Pero hay otros factores: salvo en sitios donde no la dejan erigirse, la torre inevitablemente se convierte en protagonista. El protagonista que es más alto que la Mole Antonelliana en Turín, la otra que se aloja en el agua, a cien metros de la costa en Liguria (el alcalde la vetó, el arquitecto lo trató de idiota retrógrado), las torres de vidrio que son la “cocina solar” de los libros de la Biblioteca Nacional de Francia… la lista es inacabable.
Precisamente porque las torres son protagonistas, cada arquitecto estrella quiere la suya, y cada alcalde cree que prestandole su ciudad, la favorece. Un círculo de snobismo que, apareado al de los que compran sea porque “es moderno”, sea porque tiene vista, sea porque es caro, hace que cada una y todas nuestras ciudades esté amenazada por esta peste. Los alcaldes se favorecen, los arquitectos también; lástima, los habitantes no.
A los habitantes de Bogotá me dirijo, los que son ciudadanos no a los simples espectadores urbanos:
no se dejen engañar por propuestas “únicas, inolvidables” que darán prestigio a su vida, que elevarán su status (y sus gastos);
no se dejen engañar por el cuento de la contemporaneidad, ese cuento era viejo ya en la Roma Imperial. La modernidad es proteger nuestras ciudades, no dejarlas a la merced del despojo, del lucro sin escrúpulos, que ha dañado centenares de centros urbanos.
sean curiosos, busquen, investiguen. Hay urbanistas que han estudiado este fenómeno, que lo han denunciado. Nikos Salíngaros, Stefano Serafini, Piero Pagliardini en Italia, Francia, Estados Unidos, Inglaterra…
Protejan su ciudad, lo merece.
Este es un llamado, no un consejo y viene de alguien que no tiene intereses allí, salvo uno: que la belleza de esa ciudad no se pierda por la especulación, en beneficio de otros, no el de ustedes por cierto.
Protéjanse, salven su ciudad: les pertenece, no dejen que se la roben.
Por si no saben de qué hablo: ¡Es del Centro Bacatá de Balaguer y Asociados que estoy hablando!
Giancarlo Puppo,
Buenos Aires, abril de 2011