Casa de letras

Por: torredeb

En: opinión -

Octubre 2, 2011

Por: William Ospina

 

Fundaron una casa para la creación literaria. Allí se reunían jóvenes de todas las edades, viejos de 17 como Rimbaud y adolescentes de 70 como Whitman, a ejercitar su alquimia. Habían sido escogidos para creer más en las palabras que en las cosas o para convertir, como Shakespeare y Byron, las palabras en cosas, en realidades duras y memorables. Sin saberlo eran discípulos de Buda, que hacía discursos con el fuego y fuego con el discurso, y lo que mejor entendían de Cristo era aquella sentencia sobrenatural: “El Cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.

No comprendían bien el misterioso poder de las palabras, pero igual lo ejercían. Un día se propusieron la correcta traducción al español de la frase de Próspero en La Tempestad: “The dark bakward and abysm of Time”. Querían la traducción verdadera, aunque Borges había escrito que esa traducción era imposible, que el español no daba para expresar aquello. Un viejo traductor había dicho: “Las tinieblas del pasado y el abismo del Tiempo”; estaban de acuerdo en que esa versión era lánguida. Le faltaba diablura, cansancio, deslumbramiento: “La gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado”. Y empezaron a aventurar versiones: “El atrás abismal y tenebroso del Tiempo”, dijo uno, y todos paladearon sus palabras. Otro propuso: “El hondo atrás del Tiempo, de tiniebla y de abismo”. Otro arriesgó: “El Tiempo y su tiniebla de abismos anteriores”. Después vinieron versiones más rítmicas: “El atrás tenebroso del pozo de los tiempos”. Uno recordó el verso tremendo de Victor Hugo: “La Hidra-universo que retuerce su cuerpo empedrado de astros”, y propuso: “El Tiempo-abismo retrospectivo y negro”. Si una sola frase les resultaba inagotable, qué decir del oscuro abismo del lenguaje, del que brotan Ilíadas y Alejandrías, enciclopedias y bestiarios fantásticos.

Distribuyeron la casa en salones presididos por nombres mágicos. La sala Dante, para los amores infernales y celestiales; la sala Poe, que algunos decoraron con cuervos y esqueletos, para los horrores estimulantes; el amplio salón Chesterton, para los crímenes deleitables y los castigos terribles. Sabían que los únicos crímenes civilizados son los que inventa y explora el lenguaje: degüellos verbales, guerras en octavas reales, fieros endecasílabos: “Una mitología de puñales”, o reclamos feroces, o ironías perversas como “Mirad cómo llora rojo mi espada por la muerte de este buen rey”. Las transgresiones que autoriza la gramática: los pecados más sutiles, los robos más audaces, los asaltos más ingeniosos.

Una generación se volcó a resolver en lenguaje creador sus pasiones más sombrías, sus delirios más ociosos, sus miedos más recónditos, sus hostilidades más inconfesables. Nada tan saludable como echar a volar los demonios en la incandescencia del lenguaje.

Lo que habría estallado en horrores y pesadillas ahora florecía en relatos siniestros y crímenes eufónicos. Si veían a Otelo enloquecido estrangulando a la blanca Desdémona, en vez de intervenir o de informar a la policía, aplaudían rabiosamente, porque sabían que todo era un universo de palabras, un simulacro espléndido. Y por eso alguien escribió en la pared de la sala Chesterton las sabias palabras de San Agustín: “Lo mejor que tiene la palabra perro es que no muerde”.

Así dispusieron la sala Kafka, que no exploraba el crimen sino la angustia. Su propósito era buscar, como Kafka, formas novedosas de la desesperación. Que el tedio aprendiera a bostezar con ingenio, el miedo a desenrollarse en repentinas serpientes, el vacío existencial a agitarse en pesadillas saludables, la tiniebla en regiones horrendas, la quietud en vértigo y el hastío en asombro.

Y abrieron la galería Borges, para volver a leer todos los libros y para combinarlos sin fin; para poner a don Quijote a hablar con Gregorio Sampsa, a Cristo con Nietzsche, a Mahomet con Odín o con Krishna; para extraer la esencia de las bibliotecas, para detenerse con perplejidad de entomólogo en las metáforas más absurdas, para encontrar resonancias mitológicas en los más tenues letreros de las calles.

Y más allá estaba la sala Bradbury, con una cúpula corrediza y planetas enormes sobre ella; con hombres llevando su piedad y sus monstruos hasta las últimas galaxias. Y la terrible sala Philip K. Dick, para jugar con el tiempo, con la anticipación, con la identidad, y convertir la paranoia en espejo mágico, la esquizofrenia en prisma filosófico, la adicción en una llave para descifrar el tiempo cíclico.

Durante un día entero se les ocurrió abrir la sala Joyce, donde el lenguaje jugara a atrapar el universo en el libro, donde las palabras fueran relojes, ceremonias y laberintos; una sala para experimentar sin fin con el lenguaje, y no pintar la forma ni el color sino el sabor de la manzana, y no hacer sentir las formas de la nube sino su peso y sus piedras de hielo.

Ahora están pensando en una sala para hacer preguntas a los muertos, y aún no saben si llamarla Rulfo o Ulises. Pero si siguen así, no les alcanzará la casa, ni la manzana, ni el barrio, para explorar sus enciclopedias fantásticas, sus epopeyas apócrifas, sus centones de ceniza. Y ya se ven venir la sala fosforescente de Rimbaud, las alcobas oníricas de Coleridge, las islas sepultadas de Stevenson, los Clanes de la Luna Alfana.

 Publicado originalmente en El Espectador| Elespectador.com

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