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Bogotá para principiantes. Incluye un concierto en RE mayor

Una licuadora, un rompecabezas, un teléfono, vienen con instrucciones. Las ciudades no. Este escrito intenta servir como guia e invitación a los arquitectos no bogotanos, a que conozcan nuestra capital, la visiten, la recorran y la vivan. Y empecemos por el principio.

Bogotá debe su nombre al Zipa o cacique –Bacatá o Bogotá– que habitaba lo que hoy es el municipio de Funza. La nueva ciudad fue fundada en 1538 sobre las faldas de los cerros orientales en un caserío llamado Teusaquillo –sitio de esparcimiento del Zipa– y posteriormente Pueblo Viejo, donde hoy se levanta la plazuela del Chorro de Quevedo, en el barrio de La Candelaria.

Y aunque las calles del barrio de La Candelaria ostentan la numeración que permite ubicar cómodamente por coordenadas cualquier sitio de la ciudad, todavía conservan sus nombres originales, algunos generados por las iglesias que conectan con ellas sus atrios, como La Candelaria; otros relacionados con animales como la de La Paloma; otros con características locales como la de la Piedra Plancha; con nombres de santos como la de San Felipe, o nombres de personajes como la de Pedro de Lesmes; de acontecimientos memorables como la del Nacimiento; u oficios como la de los Plateros; o reflejo de la topografía como la de la Fatiga; o nombres evocadores como la del Refugio; y otros que solamente sus primeros moradores sabrían su historia como la de la Cajita de Agua.

La Candelaria, funcionalmente, podría asimilarse más a un pequeño pueblo que a un barrio. Sus gentes se despiertan todos los días con el repicar de las campanas de sus múltiples iglesias y, como si alguien pateara un hormiguero, se llenan las calles de niños. Más tarde, las pesadas puertas de las viejas casas se abren y por unas salen adultos que trabajan y por otras entra la luz e ilumina los antiguos mostradores de negocios que han estado allí por siglos; farmacias homeopáticas, librerías de viejo, tiendas donde todavía fían.

Después aparecen los jóvenes que se forman en las varias universidades de la zona. Pero la población que realmente caracteriza a La Candelaria como barrio-pueblo es la de los residentes, muchos de los cuales han estado allí por varias generaciones. A esta población se han sumado los nuevos residentes, en su mayoría jóvenes artistas y el parisino que se vino a montar una panadería francesa en la calle del Cedro. Ellos le han apostado a la recuperación de lo que es indispensable salvar en la ciudad y en cualquier organismo: su corazón.

La arquitectura de La Candelaria despierta sentimientos encontrados de amor, nostalgia y odio. Las viejas casitas y casonas, en legendaria complicidad, luchan por sobrevivir. Algunas han muerto en el intento, de desidia, abandono y vandalismo. Otras han logrado mantener su dignidad y compostura, y las más meritorias han podido regresar de la enfermedad terminal de inquilinato a la categoría de casa de rico o edificio público. Eso es el amor.

Muchas construcciones coloniales fueron reemplazadas por anodinos edificios extraños al barrio y su entorno, causando un daño irreversible a lo que ha debido ser el mudo testigo de la historia del desarrollo urbano de los primeros siglos de Bogotá. Esa es la nostalgia.

Y a finales del siglo pasado, la Administración Municipal, inspirada en la masacre arquitectónica del pueblo de Ráquira en Boyacá, decidió pintar el barrio de colores –zócalos en esmalte brillante color café, por ejemplo– convirtiéndolo en una mezcla de Aruba y Disney World. Y eso es el odio. Afortunadamente el daño es recuperable en la medida en que el amor de los bogotanos por su centro original sea más perdurable que la pintura.

El espacio público por excelencia fue y sigue siendo la calle. Por ella circularon campesinos con sus vacas, carruajes y cabalgaduras, y fue la cuerda que cosió bohíos y palacios hasta convertirlos en ciudad. La invasión del automóvil con su agresivo cuerpo de metal y su peligrosa velocidad, obligó a repartir los espacios de la calle entre vehículos y peatones, y aparecieron las calzadas y los andenes. El desarrollo de nuevas tecnologías y materiales (especialmente el concreto armado y el ascensor) permitió la aparición de edificios altos a lado y lado de las viejas calles de la aldea. Y la joven ciudad se hizo densa.

El desarrollo de Bogotá se ha hecho con el sistema de «anillo de pobres y saltico de ricos»,  principalmente hacia el norte. Cuando los pobres empezaron a rodear a los ricos de La Candelaria –anillo–, estos se sintieron incómodos, pasaron  por encima de aquellos –saltico– y se instalaron en los barrios de Teusaquillo y La Merced. La arquitectura de este último barrio es conocida en Bogotá como estilo Inglés, tal vez por aquello de que los bogotanos ricos habrían querido ser ingleses, la clase media gringos y los pobres mejicanos.

El siguiente saltico de los ricos –nuevamente rodeados por los pobres– fue a Chapinero. Según el cronista don Pedro M. Ibáñez, a mediados del siglo XVI, un zapatero llamado Antón Hero Cepeda montó su taller sobre el camino a Zipaquirá. Su especialidad era la fabricación de unos zapatos de cuero con suela de madera llamados chapines, por lo cual se le conoció como el chapinero, y de allí derivó su nombre el vecindario.

Un nuevo saltico y aterrizaron los ricos en la avenida de Chile, y los barrios Nogal, Retiro, La Cabrera y Rosales. En 1554 el capitán Juan Muñoz de Collantes solicitó una «merced de tierras para puercos y vacas», y se le asignó un amplio terreno colindante con el cacicazgo de Usaquén. La hacienda Rosales hizo parte inicialmente del territorio del barrio Chapinero, hasta que inició su proceso de urbanización y se convirtió en el barrio Rosales. El siguiente saltico fue a la calle 100, y el más reciente a la calle 127.

Miremos el espejo retrovisor y sigamos con la historia de Bogotá. La ciudad se saltó la etapa de bohíos desordenados, pues Gonzalo Jimenez de Quesada la fundó aplicando el trazado de damero estipulado para todas las ciudades de la colonización española. Las primeras calles sirvieron no solamente para el tráfico incipiente, sino además como espacio para juegos de niños y socialización de adultos; pero progresivamente se hicieron insuficientes y los alcaldes de los últimos cincuenta años se dedicaron a hacer estudios para el Metro, enterrado, a nivel y elevado –uno por cada alcalde– pero ninguno fue capaz de iniciar las obras diseñadas por su antecesor. Peñalosa propuso como solución temporal el sistema de transporte masivo a nivel –Transmilenio–, paliativo que al poco tiempo fue superado por la creciente demanda.

Entretanto, el excesivo uso no previsto de la malla vial acabó en los últimos veinte años con el pavimento, sin que ningún alcalde se decidiera a repararla. Como si esto fuera poco, cerramos con broche de oro el ciclo de burgomaestres indiferentes al tema de la calle, con un ladrón y un administrador inepto.

Las calles están regresando a su condición primigenia de piso en tierra y, como vamos, pronto veremos circular nuevamente arrieros y vacas, caballos y carretas. La mejor manera de usar la calle es no usarla y permanecer en nuestras casas ajenos al uso de esa ciudad que nos pertenece pero que no podemos disfrutar.

Pero la desaparición de las calles no es el único peligro que acecha a Bogotá. Hay otro agazapado, listo para saltarle a la yugular. Se llama BD Bacatá, un rascacielos de 66 pisos que en el momento de escribir estas líneas estaba cerca de su inauguración, y de causar el caos en un sector que no está preparado para el impacto de esa nueva población de humanos y automóviles.

La experiencia y la lógica indican que los rascacielos son ineficientes. Pero ni la una ni la otra importan en este caso. Se construye por arrogancia, y para arrogantes. Se trata de tener, a toda costa, el edificio más alto de la ciudad, como si la calidad de la arquitectura se midiera por la altura, como el salto con garrocha.

Y la vanidad ignora el costo. Porque en muchos casos la prepotencia y codicia de unos pocos la pagan la ciudad y sus usuarios (BD Bacatá), porque no se construye en el sitio más adecuado, sino en el más rentable para el promotor (BD Bacatá), aunque el sector presente serios problemas de accesibilidad (BD Bacatá) y, en lugar de aportar espacio público que mejore las condiciones del sitio (BD Bacatá), contribuya a atraer población que aumenta la congestión vehicular (BD Bacatá) en una ciudad donde no existe un sistema de transporte masivo adecuado.

Hablando de transporte, muchos bogotanos se mueven en automóviles particulares, que han ido ocupando vías, andenes, sótanos y lotes vacíos. En buena hora, la administración de Antanas Mockus resolvió recuperar el espacio usurpado, y lo logró en buena parte haciendo andenes, parques y alamedas. Se le devolvió al peatón el territorio perdido y, lo más importante,  su categoría de ciudadano de primera. Hasta aquí aplausos.

Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Se prohibió entonces estacionar en calles secundarias donde cabían sin problema automóviles estacionados y circulando; se cancelaron estacionamientos de visitantes que se suponían legales y no estorbaban el desplazamiento de los peatones, se inició el reinado del bolardo –llevado hasta el delirio por Enrique Peñalosa–, y se estableció un fundamentalismo peatonal que desplazó al automovilista de su categoría de ciudadano de primera a la de delincuente, sin hacer escala en la de ciudadano de segunda.

El peor delito de este nuevo delincuente es estacionar, como se refleja en el Código Nacional de Tránsito donde estacionar en sitios prohibidos (delito que puede ser involuntario) es castigado con multa equivalente al doble de la causada por portar placas adulteradas (delito necesariamente voluntario y que puede implicar robo del vehículo), y cuatro veces más que locuras como conducir por vía férrea y adelantar entre dos vehículos que estén por sus carriles, que ponen en peligro vidas humanas.

Cada día es más difícil visitar amigos por el problema del estacionamiento. El mayor daño que está causando este fundamentalismo peatonal es la pérdida de la vida de barrio que, como lo demostró Jane Jacobs en los años sesenta, es la base de la seguridad y convivencia ciudadanas.

Otro problema que usted notará si viene a Bogotá es la contaminación visual. Estamos invadidos por avisos, vallas y letreros. El que instala un negocio cree que ponerle un aviso no es suficiente, y cuando ha llenado la fachada de letreros horizontales, completa con verticales, después coloca una valla gigantesca sobre la cubierta, posteriormente cuelga un pendón en la puerta y finalmente atraviesa una valla en la mitad del andén. Todos dicen lo mismo.

En un recorrido de treinta cuadras por la avenida Caracas,  encontré seis Centros Radiológicos, Médicos y Naturistas y un Templo de la Salud, que compiten en tamaño y cantidad de avisos que reiteran no solamente el nombre del negocio, sino sus especialidades, enfermedades que curan, teléfonos y valor de la consulta.

 

Y si en el sector salud llueve, en el de educación no escampa: dos Institutos y un Centro de Capacitación, no solo agotan la posibilidad de cubrir de avisos la fachada –incluyendo ventanas– sino que además cuelgan pancartas de «Matrículas abiertas» como si alguna vez hubieran estado cerradas. Completaban el escenario el Templo del Indio Amazónico y un Centro Electrónico Japonés en forma de pagoda de lata. Otro día bajé por la calle 45 y me encontré, en la misma cuadra, dos negocios que competían profusa, reiterada y exageradamente con la oferta de los mismos artículos de papelería, fotocopias y minutos de celular.  Sin hablar de los grafiti que están invadiendo la ciudad.

El grafiti suele ser  un texto escrito. También se asimilan a esta categoría dibujos o murales, aunque el columnista de El Tiempo Armando Silva los clasifica en una categoría aparte: «arte público». Y algunos incluyen, además, como grafiti las rayas y los garabatos que solo pretenden perjudicar objetos y gentes, agredir la arquitectura y contribuir a la contaminación visual deteriorando más el ya maltrecho paisaje urbano. Esto se llama vandalismo.

Los grafiti escritos son generalmente opiniones políticas, gritos de angustia, agresiones personales o expresiones de humor, a veces no muy inofensivos. Marta Ruiz, en su columna sobre el  tema Defensa de la pared (pintada) en la revista Arcadia, cita un grafiti agresivo y cruelmente regionalista: «Haga patria, mate un costeño». En Cali amaneció un día otro odiosamente racista e igual de políticamente incorrecto: «Mate un negro y reclame un yoyo». Esto es humor negro.

Un ejemplo de humor inofensivo es el que dice: «Mi abuelita dijo no a la droga…y se murió», o «Aristóteles compró una camioneta con platón», o «Yo también sé que nada sé, pero no me jacto», o «Busco sexo opuesto; o sexo, o puesto». Y textos aparentemente ingenuos al escribirlos –como «Lo que antes nos unía, ahora nos separa»– que al leerlos se vuelven pornográficos.

En Bogotá, durante la primera alcaldía de Enrique Peñalosa, mientras se adelantaban las obras del transporte masivo Transmilenio, bolardos, andenes, colegios y bibliotecas, apareció un día en letras negras sobre fondo blanco una frase que decía: «No más obras. Queremos promesas», y otra en la Universidad Nacional: «Capitalismo, tus milenios están contados».

Los grafiti invaden la propiedad privada y afectan el espacio público, por lo cual están teóricamente prohibidos. Si la ciudad desapareciera –cosa que, al paso que vamos, podría ocurrir– se convertiría en ruinas, y solo quedarían pedazos de muros. Pero los grafiti no desaparecerían pues mientras haya ciudadanos inconformes y muros o pedazos de muros, habrá grafiti o pedazos de grafiti. La ciudad oculta habla por sus grafiti y la necesidad de expresión supera la capacidad de  represión.

Posiblemente usted viene de una ciudad donde los semáforos sirven solamente para ordenar el tráfico. En Bogotá, su principal función es generar empleo informal. Los primeros usuarios son los limosneros, solo uno por semáforo, o a veces dos pero de diferente especialidad. Ejemplo: mamá cargando paquete de cobija doblada que se supone niño, y un cojo. Nunca dos ciegos. La excepción son los limpiadores de parabrisas –dos por semáforo, pero socios–.

Se cree que esta mendicidad en verde, amarillo y rojo se debe al desempleo, la migración del campo a la ciudad, los desplazamientos por la violencia y otras razones igualmente conmovedoras. La realidad, mucho menos sensible, es que se gana más implorando que trabajando, pero hay que conocer las técnicas de mercadeo que varían desde cara lastimera hasta mano derecha implorante y mano izquierda con ladrillo apuntándole al parabrisas.

Pero los mendigos no son los únicos favorecidos con este empleo. Las actividades de semáforo se pueden clasificar en ocho grupos que listamos a continuación con ejemplos:

  1. Limosnas trabajadores independientes: ya comentadas.
  2. Limosnas institucionales: Día Nacional de Alguna Cosa.
  3. Servicios: limpieza de parabrisas.
  4. Ventas permanentes: periódicos y revistas, paraguas, cigarrillos sin estampilla, dulces, chicles, maní, cordones para zapato, bolsas para basura, manos libres, muñecos de peluche, pelotas, bayetillas, rosas.
  5. Ventas de temporada: árboles de navidad, almanaque Bristol, ediciones piratas de libros de actualidad, regalos día de la madre, banderas de Colombia.
  6. Ventas de cosecha: piñas, aguacates.
  7. Raponeros: de reloj: por chofer con vidrio bajado. De cartera de señora: por vidrio roto por raponero con ladrillo.
  8. Otros: patinadoras con propaganda, encuestadores.

Si usted ha decidido venir a trabajar en un semáforo, no se lo recomiendo. La competencia es muy dura. Pero si piensa venir a estudiar a Bogotá, está tomando una buena decisión. La capital ofrece una amplia gama de Universidades –muchas de las cuales tienen facultad de arquitectura– que se agrupan la mayoría en dos ejes: un eje Norte-Sur en el pie del monte que comienza en la Universidad de la Salle y termina con la Universidad del Bosque; y un eje Oriente-Occidente que se inicia en la Universidad Javeriana y muere en la Universidad Nacional. Algunas como la Inca se mimetizan en barrios residenciales, y otras flotan en el campo como la Sabana y la Militar.

Si ya se graduó de arquitecto, vale la pena visitar el vecindario de algunos centros de educación superior, donde aparecieron edificios que generaron un sano desarrollo, como sucedió con las universidades de Los Andes y Jorge Tadeo Lozano, que por su crecimiento rebasaron su campus original y prolongaron su territorio convirtiéndolo en un campus urbano. Este es un ejemplo de cómo, invadiendo su entorno con buena arquitectura, seria, incluyente y respetuosa, se puede recuperar la ciudad, pedazo a pedazo.

Bogotá es una ciudad color ladrillo, con cielos variables de gris deprimente a azul estimulante, dispuesta a entregarse al arquitecto que la visite. Si usted está interesado en arquitectura colonial, su sitio es La Candelaria. Si quiere ver arquitectura moderna, le recomiendo que se asesore de un arquitecto local que le muestre lo mejor del siglo XX. Del siglo XIX hay poco y el XXI está empezando a madurar.

Le recomiendo visitar el edificio El Tiempo de Bruno Violi, uno de los arquitectos que nos trajeron de Europa la arquitectura moderna, al igual que  Rogelio Salmona –autor de las Torres del Parque, la biblioteca Virgilio Barco, el centro cultural García Márquez y el Archivo Nacional– y German Samper, diseñador de la Sala de música de la biblioteca Luis Angel Arango. De  Fernando Martínez, la Plaza de Bolívar y las casas de El Refugio son visita obligada, al igual que edificios como el de Ecopetrol de Cuéllar Serrano Gómez y el de la Flota Mercante Grancolombiana, de la misma firma en asocio con Hans Drews. Las casas del barrio El Chicó de las firmas Obregón y Valenzuela, Ricaurte Carrizosa y Prieto, y Jiménez y Cortés Boschell, son representativas de la arquitectura de su época. En el barrio Polo Club se destacan las casas de  Robledo Drews Castro y los apartamentos de Guillermo Bermúdez y Rogelio Salmona. Rueda Gómez y Morales son los autores de las Residencias El Bosque en la avenida Circunvalar, donde también puede verse el edificio Sapo de Jon Oberlaender. Tres edificios en la Avenida de Chile son una buena muestra de la arquitectura de Camacho y Guerrero, y los edificios blancos de la Avenida El Dorado son un buen ejemplo de la calidad de la obra de Arturo Robledo. La arquitectura educativa está bien representada en los edificios de Daniel Bermúdez, Daniel Bonilla, Javier Vera, Mauricio Pinilla, Juan Pablo Ortiz, Taller 301, Felipe González y Ricardo Larrota. Finalmente, vale la pena conocer un jardín infantil de Giancarlo Mazzanti, una iglesia de Carlos Campuzano, un centro comercial de Édgar Bueno y un edificio de apartamentos de Alvaro Giraldo o de Alvaro Botero.

En el caso de Bogotá, es permanente la inconformidad de los ciudadanos con su ciudad, especialmente en los temas de movilidad y seguridad. Corrijo: con Bogotá, porque no la consideran su ciudad. Los bogotanos habitan una urbe que sienten desconocida y extraña. Por eso las quejas se producen contra una entidad abstracta y ajena, y sus falencias les irritan pero no les duelen. Viven en un entorno que les es hostil, que no entienden cómo funciona –o mejor dicho como debería funcionar, pues de hecho no funciona–, y al no entenderla no pueden apropiarla y sentirla suya.

La ciudad está en crisis, y cuando usted la visite lo notará. La destrucción de la malla vial y el aumento de automóviles han triplicado los tiempos de recorrido, y estimulado a  los bogotanos a no desplazarse por fuera de su sector, renunciando al derecho de vivir su ciudad en su totalidad y disfrutar de los servicios y oportunidades que esta le ofrece. Estamos obligados a vivir recluidos en barrios aislados que alguna vez fueron pequeños poblados que hoy hacen parte de la ciudad.

Si a esto agregamos graves problemas de seguridad, vandalismo, invasión del espacio público, deterioro de sectores deprimidos y la aparición de mega estructuras como el rascacielos BD Bacatá, en sitios donde la infraestructura vial está a punto de colapsar, la situación pasa de crítica a angustiosa.

Para hacer de Bogotá una ciudad más vivible, es necesario acordar un concierto entre los actores urbanos: legisladores, administradores y usuarios. Un concierto en re. En RE mayor.

Para empezar a concertar es necesario REconocer la crisis y REdefinir la ciudad que queremos: aunque posiblemente inalcanzable, esta tiene que ser nuestra meta, para lograr al menos la ciudad que podemos. Después REchazar la corrupción; REcluir a los contratistas ladrones que entregan obras inservibles, y REmplazar a los funcionarios que las reciben. REconstruír la malla vial; REcuperar el espacio público mal usado o apropiado por terceros; REdensificar sectores subutilizados de acuerdo con la capacidad de su infraestructura, y un programa de REnovación urbana que contemple cambios de uso y creación de nuevo espacio público y equipamiento comunitario; REstringir la expansión incontrolada de la ciudad; REstaurar y proteger el patrimonio construido, incluyendo los edificios emblemáticos de la arquitectura moderna; REhabilitar estructuras en estado de abandono y REadecuar espacios cuyos usos se hayan vuelto obsoletos. Y, sobre todo, REspetar los derechos de los demás.

Finalmente, lo más importante es REconocernos francamente como verdaderos bogotanos todos los que, independientemente de nuestro lugar de origen, hemos escogido la capital como lugar de vida y muerte. Y REsponsabilizarnos del aporte personal que sea necesario hacer para lograr nuestro bienestar y el de nuestros conciudadanos, y mejorar la ciudad que le estamos dejando a nuestros hijos.

El primer paso para que la ciudad sea adoptada por sus habitantes es que desde niños les expliquen que ese complejo urbano en el cual vivimos nos pertenece a todos, su buen uso es nuestro derecho, y su buen manejo es nuestra responsabilidad.

Me temo que este análisis fatalista, negativo y muy poco convincente de Bogotá no sirva como invitación para los arquitectos no bogotanos. Por eso termino con una definición de Bogotá en cien palabras, más positiva, romántica y un poco lambona, que nos pueda compensar en parte el mal sabor que nos dejó esta lectura, y me permita afirmar, en cinco palabras, algo que yo sinceramente siento: Bogotá es un buen vividero.

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Si usted vive en…

…una ciudad recostada en una fila de
cerros protectores, que limitan una
sabana verde, donde la vista se pierde
como un niño solo…

…un bosque urbano de ladrillo salpicado
de eucaliptos, urapanes y pinos que
vinieron de lejos para quedarse…

…un medio cultural que se sale de
teatros, bibliotecas, galerías y salas de
música a invadir parques…

…donde horas frías y lluviosas se
compensan con días maravillosos de
soles tibios, cielos azules y atardeceres
rojos y amarillos…

…donde no hay sancudos. Entonces
usted vive en…

Bogotá

Quiérala, respétela, protéjala, consiéntala, úsela, disfrútela y…

¡Siéntase bogotano!

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queridos viejos

Viejos, mis queridos viejos

En días pasados y en una columna titulada Arquitectos y frases, citaba yo los pensamientos de algunos maestros que acompañaron la formación de muchos colegas de varias generaciones de arquitectos en la mitad del siglo XX, pensamientos que se pueden resumir así:

El más mínimo detalle debe tener un sentido o servir a algún propósito. La forma siempre sigue a la función. Menos es más. Dios está en el detalle. La excelencia no se alcanza cuando no falta nada, sino cuando no queda nada que se pueda quitar. No hay que tratar de hacer lo que hicieron nuestros maestros, sino lo que ellos trataron de hacer.

La única manera de medir el resultado de la formación de estos arquitectos es a través de sus obras. Los invito entonces a hacer un recorrido imaginario por Bogotá, visitando una docena de edificios representativos de los distintos tipos, usos y tamaños de la arquitectura de ese momento. Considerados de una gran calidad, y que han pasado la barrera de los años, demuestran que las virtudes reconocidas en el momento de su construcción se conservan, y así se confirma que su arquitectura no fue una moda efímera.

Nuestro punto de partida de este paseo virtual, la plaza de Bolívar, es uno de los mejores proyectos de Fernando Martínez. Se trata de una alfombra de piedra con un discreto diseño, extendida sobre el piso, que soluciona con esmero la unión de la plaza con las calles y edificios que la rodean. Además del piso, complementa el diseño la estatua ecuestre de su dueño –el Libertador– que desde su pedestal otea las manifestaciones de apoyo o protesta de los ciudadanos en su ágora. Aquí menos fue más.

Subiendo entre la Catedral y la Puerta Falsa –la mejor agua de panela de la ciudad–, se llega a la biblioteca Luis Ángel Arango. Adentro hay un recinto que se destaca por su bello diseño y calidad acústica. Se trata de la Sala de Música, espacio ovalado proyecto de Germán Samper donde colaboró el arquitecto Jaime Vélez. La forma siguió a la función. Su impecable trabajo en madera hace de la visita una experiencia inolvidable. Esta sala y la de Daniel Bermúdez en la universidad Jorge Tadeo Lozano son dos muestras de buena arquitectura de pequeño formato.

Iniciamos nuestro recorrido hacia el norte por una carrera séptima sin carros ni buses –que no puede considerarse por eso un buen espacio peatonal, por su deficiencia en amueblamiento, tratamiento de pisos, paisajismo y servicios básicos– hasta encontrar el Conjunto Bavaria de Obregón y Valenzuela. Nos reciben dos torres que flotan en un generoso espacio, con apartamentos de áreas igualmente generosas. En los primeros pisos comercio, y en el extremo la torre de oficinas sostenida por una fachada portante en un impecable concreto a la vista típico de la época.

Girando la vista noventa grados encontramos el –posiblemente– mejor proyecto en la historia de la arquitectura en Colombia: las Torres del Parque de Rogelio Salmona, consideradas –en su momento y aún hoy– como una solución novedosa, con una alta calidad estética y adecuadas al problema de relacionar respetuosamente la arquitectura con los cerros.

No lejos de allí se encuentra el edificio de la Flota Mercante Gran Colombiana de Cuéllar Serrano Gómez y Hans Drews, un edificio con una estructura con grandes voladizos que permitió abrir el primer piso, dejando que el espacio público penetrara hasta un local bancario en el fondo del proyecto. Desafortunadamente, años después el espacio fue cerrado con una fachada en vidrio.

Nos dirigimos al occidente por la avenida que conduce al aeropuerto, y cuadras adelante se asoma un grupo de edificios blancos de cinco pisos alrededor de un espacio verde central –proyecto de Arturo Robledo y Ricardo Velázquez– con apartamentos dúplex y un corte correctamente resuelto que permitió una mayor altura en los salones. La manera en que se van desplazando los bloques genera unos espacios exteriores e interiores de gran calidad.

Regresando al oriente, tomamos la avenida Circunvalar que perezosa bordea la ciudad de sur a norte recostada al cerro. Serpenteando cincuenta cuadras nos espera un viejo eucalipto atrapado en un muro que separa el andén del antejardín de Residencias El Bosque, un conjunto de once viviendas de la firma de entonces Rueda Gómez y Morales que tiene como característica compartir la alta calidad de los proyectos de este tipo desarrollados por esa oficina.

Quinientos pasos largos más adelante hay un parque con una escultura de un pájaro extraño. El parque es muy pequeño y el pájaro extraño muy grande. Y mirando la sabana por encima del parque y del pájaro, aparece el edificio Sapo de Jon Oberlaender, el menos conocido y publicitado de los proyectos visitados en este paseo imaginario. Se trata de un muy buen edificio de apartamentos, perfectamente ubicado en su sitio, y con una calidad de diseño que permanece con los años.

Regresamos a la carrera séptima, esta vez sí con carros y buses –muchos–, y pasamos frente a una fachada de un piso que solo tiene puertas de garajes y una entrada para peatones. Es necesario pasar al andén del frente para entender que detrás de esa fachada se extiende, siguiendo la pendiente original del terreno, un tablero de ajedrez de techos y terrazas que cubre el proyecto de Camacho y Guerrero, modelo a seguir de vivienda escalonada de alta densidad en baja altura.

Finalmente, terminamos nuestro recorrido virtual en un barrio de vivienda asentado en el antiguo terreno de un campo de polo, de donde tomó su nombre. Allí se construyó un grupo de casas de dos pisos –proyecto de Arturo Robledo y Hans Drews–, apoyadas en dos muros de carga y con un tercer piso diseñado para recibir una ampliación, que llama la atención por la claridad de su diseño, donde nada faltaba ni nada sobraba. Actualmente lo que falta y sobra son las desafortunadas intervenciones de algunos propietarios.

También encontramos, en el mismo barrio El Polo, los edificios de Guillermo Bermúdez y Rogelio Salmona, que en su momento sacudieron el mundo de los edificios de apartamentos de baja altura por su atractiva distribución de viviendas y su acertada implantación en el sitio.

Todos los ejemplos visitados siguen siendo admirados como muestra de arquitectura de gran calidad que, a pesar de tener más de treinta años –y algunos más de medio siglo–, son viejos que siguen desempeñando su función con dignidad. Son mis queridos viejos.

 

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De mimos y presupuestos: Bogotá́ y Barcelona*

*Este texto salió publicado por primera vez en la edición 13 revista digital de diseño MasD de la facultad de Diseño, Imagen y Comunicación de la universidad El Bosque.

Hacer una comparación entre el espacio público de una ciudad europea con una latinoamericana resulta un poco caricaturesco, casi extravagante, pero puede llegar a ser interesante el examinar elementos de esos espacios en la búsqueda de beneficios para cada una: si en alguna de ellas algo ha funcionado, ¿sería replicable en la otra ciudad?

Por un lado, Barcelona está en el Mediterráneo, viven 1.600.000 personas y es la segunda ciudad de España; por otro, Bogotá́ está en los Andes, es la capital de Colombia y su población es de unas 7.500.000 personas. De entrada, es bastante cuestionable el traspaso de experiencias entre ciudades que no soportan el mismo peso dentro del país ni en sí mismas. A pesar de esto y hoy en día, tras el paso descuidado de los tres últimos alcaldes bogotanos por la ciudad, el espacio público es más público en Bogotá́ que en Barcelona: puede ser usado por todos y de la manera que cada cual quiera.

En Barcelona, las autoridades no dan permiso para ocupar andenes o plazas para montar un puesto de ventas; hay quioscos y módulos diseñados especial y exclusivamente para esas actividades ambulantes. En Barcelona, si alguien orina en la calle o va sin camiseta, puede ser multado. Tampoco se puede tomar alcohol ni ir en bicicleta por el andén; si alguien lo hace, las multas pueden llegar a los 300€ (unos COP$750.000). La ciudad está limpia: todas las noches, pequeños carros cisterna llenos de aguas freáticas limpian las calles del centro de la ciudad mediterránea. Ningún bus puede parar para recoger o dejar pasajeros en el lugar que se le antoje al conductor o al usuario: deben parar en las pequeñas estaciones creadas para esto; y se llega a ellas fácilmente, cruzando la calle y subiendo al andén, sin necesidad de subir a una descomunal maraña aérea. Y esos buses públicos tienen un carril exclusivo para circular, que conductores de buses y carros particulares respetan, y que sólo está marcado en el piso con una línea más gruesa. En Barcelona, un alcalde parece querer hacer más que el anterior y, al menos una vez al año, pinta pasos de cebra y líneas que separan los carriles en las calles. Además, carros particulares y buses paran si algún peatón está cruzando la calle: porque los carros no tienen prioridad.

Aunque en Bogotá́ vivan más personas, que significa que se debe recaudar más dinero de impuestos, son incomparables los presupuestos que maneja cada ciudad. Y tanto Barcelona como Bogotá́ se manejan con los impuestos de sus ciudadanos. ¿Por dónde gotea el bogotano?

La vida diaria de Barcelona y de Bogotá́ no se parecen ni se pueden comparar. Y no es tanto por la calidad del espacio público como por el uso que todos los ciudadanos hacen de él. Parece que el espacio público bogotano es más público al estar menos controlado; y, aunque el control barcelonés puede llegar al absurdo, el espacio público en Barcelona es más confortable, vivo y seguro. En Bogotá́ parece que prevalece el bien individual sobre el común y cada uno se lanza a la vida sin mirar a los lados porque el que viene tendrá́ que parar.

¿Qué se puede transferir entre ciudades? Un mejor manejo de los recursos públicos, definitivamente. No es cuestión de copiar sistemas de transporte, baldosas de andenes, canecas de parques o leyes de ordenación territorial; el tema es, también, hacer normas y decretos que los ciudadanos comprendan y que sean fáciles de acatar. Sentido común. Parece simple pero cuesta, mucho, no repetir errores y usar la cabeza. En Barcelona, la participación de los habitantes en la construcción de la ciudad es constante y latente; todos, ciudadanos y gobernantes, son conscientes de la responsabilidad que tienen para con ellos y con el futuro. Llevan años, más de 150, construyendo entre todos una ciudad habitable y agradable (y no sólo para los millones de turistas que la pisan cada día). ¿Qué hace falta para que en Bogotá́ predomine la cultura ciudadana y no la construcción de sistemas costosos y deformes para que las personas cojan un bus, ni la imposición de leyes contra el libre mercado en un país con hambre? Mi apuesta es por la creencia y el compromiso, de todos, de pertenecer a una comunidad, de buscar el bien colectivo y de respetar al vecino. Creería, aunque no me guste, que es tiempo de recuperar a los mimos en las calles.

Imagen tomada de Radio Santa Fe.

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Vigilantes del espacio público

Enero 28 – 2016

Vigilantes

La planeación urbana como institición, en Colombia, permite a los alcaldes planear y construir la ciudad, contraviniendo el principio democrático del balance de pesos y contrapesos que busca separar legisladores, ejecutores y jueces. La misma institucionalidad de la planeación que contribuye a que planear y ejecutar se conjuguen en una sola persona, contribuye también a complicar la separación de competencias entre políticos y técnicos. Es un hecho que, en últimas, las decisiones las toman los gobernantes, pero esto se da dentro de un rango de cuatro posibilidades para la acción: a) hay gobernantes que sólo toman decisiones técnicas, sin importar el origen de las ideas; b) hay técnicos que al volverse gobernantes toman decisiones que con frecuencia sacrifican la técnica; c) hay gobernantes que toman decisiones políticas sin fundamento técnico; y por último, lo que estamos reviviendo en Bogotá, d) hay gobernantes que se asesoran de especialistas para llevar a cabo sus ideas, pero si algún especialista no está de acuerdo con el sueño del gobernante, se va del equipo.

Respecto al juego en equipo –y contra la amnesia– recordemos que durante la primera alcaldía de Enrique Peñalosa se hizo el primer POT para Bogotá y que éste quedó a medias, en parte por una objeción del mismo alcalde respecto a la reserva Thomas van der Hammen. Como gobernante aceptó que hubiera una junta provisional para decidir sobre urbanizar o conservar la reserva, y aceptó que incorporaría al POT la decisión que un Panel de expertos le diera al estudio. Pero al día siguiente del sí por parte del Panel, demandó la decisión. Aunque esto equivaldría en fútbol a coger el balón con la mano, en planeación las reglas son otras. Así como en el código de Hammurabi «si un hombre superior le rompe el hueso a otro hombre, que le rompan el hueso», las reglas eran otras. En la lógica del análisis del lenguaje, se trata de diferentes «juegos de lenguaje».

Si las reglas del juego urbanístico fueran otras, sería de esperar que el último acto de gobierno de un alcalde saliente fuera dejar la casa en orden, y que el primer compromiso del nuevo gobernante fuera pasar el plumero por última vez, poner las fotos de la familia en el escritorio y empezar a trabajar. Sin embargo, con la reciente llegada de Peñalosa a la alcaldía de Bogotá revivimos una versión del eterno retorno en la cual la última acción del alcalde saliente consiste en dejar contratado lo que pueda, y la primera acción del alcalde entrante consiste en deshacer lo que pueda. Si las reglas se pudieran cambiar –que siempre se puede– las grandes decisiones de planeación pasarían por un proceso más democrático que el actual. En un artículo anterior sugerí que el legado de Peñalosa podría ser una “institución” que corrigiera este problema de unos sueños en conflicto que acabamos padeciendo todos, unos más que otros. Ahora, continúo con la idea: la institución sería una Junta de Planeación para la sabana de Bogotá, con un diseño institucional similar al de la Junta del Banco de la República.

La Junta del Banco es reconocida por varias cualidades: continuidad operativa, independencia política, competencia técnica e injerencia en el futuro de la economía nacional. Además, hay casi un consenso nacional –e internacional– respecto a que tales características –continuidad, independencia, competencia e injerencia– son una virtud que la protege contra la presión coyuntural de políticos y empresarios. En consecuencia, una Junta de planeación para la sabana podría tener unas características generales análogas a las de la Junta del banco: continuidad operativa, independencia política, competencia técnica e injerencia en el futuro del espacio habitable de la sabana de Bogotá.

Las ideas de la Junta provendrían tanto de sus miembros como de lo que propusieran agremiaciones, universidades, público en general y políticos, especialmente los diferentes candidatos en campaña a la alcaldía. Su función, en términos generales, coordinar, controlar y tomar las decisiones rectoras de planeación en cinco frentes espaciales:
– Conservación y mejoramiento del espacio público existente.
– Generación del nuevo espacio público.
– Dotación de equipamientos urbanos y su relación con el espacio público.
– Delimitación y conservación del espacio no urbanizable.
– Manejo coordinado del agua, la biodiversidad, la minería, la basura y la construcción.

Dentro de una lógica interdisciplinar y en debate con una lógica disciplinar, sería preferible que la Junta estuviera conformada por un conjunto diverso de especialistas en temas relacionados con la construcción del espacio habitable, cada uno con un voto. Representantes de disciplinas ajenas al diseño y la construcción como biología, sociología, derecho, economía y antropología, junto a representantes de las disciplinas del diseño y la construcción como ingeniería, urbanismo, conservación patrimonial y arquitectura; junto a los principales políticos encargados de la ejecución de planes como el gobernador de Cundinamarca, los alcaldes entrante y saliente de Bogotá; y un ministro como el de vivienda. Y junto al director de la CAR, como la única institución actual con sentido y visión de futuro no-provinciano.

La apuesta por una composición tan heterogénea sería arriesgada y podría terminar en un Frankenstein. Menos arriesgada, sin embargo, que la apuesta cuatrienal de seguir otorgando a un soñador, por voto popular, el título de doctor honoris causa en urbanismo. Así, el último graduado podría estar llevando a cabo algunas de sus ideas de un modo más consecuente con una democracia del siglo XXI que con el código de Hammurabi.

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Era Peñalosa

Enero 13 – 2106

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Monoriel en Darling Harbour (Australia).

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Monoriel Chiba (Japón).

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Metro elevado y estación Rashidiya en Dubái.

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Metro elevado Robert-Daum-Platz (Alemania).

Hace cuatro años, al comenzar el período del alcalde Gustavo Petro, escribí un artículo equivalente a este en el que tuve la cautela de preguntar si estábamos entrando en una Era Petro. Era de esperar que Petro no pudiera llevar a cabo su sueño urbanístico, considerando que como candidato había demostrado una capacidad a toda prueba para fastidiar al establecimiento. Obstinado en un urbanismo “social”, trató de instaurar algunas ideas como centro expandido, alta densidad y uso mixto, que consistían en traer pobres al centro, densificar a través de alturas libres en lotes individuales y forzar la mezcla de actividades.

Aunque todas están en proceso de derogación, en el haber de Petro quedará una mejoría notable en la calidad del aire urbano por cuenta de la chatarrización de busetas. Para los que esperábamos que Bogotá entrara a la Era del metro, a Petro sólo le alcanzó el tiempo para unos nuevos estudios y para el trazado de una nueva línea prioritaria. Ahora, con Enrique Peñalosa como Alcalde, con la culminación y el fortalecimiento de Transmilenio, la Era metro seguirá como una añoranza.

La historia del no-metro ya es una saga. Hace poco leí una noticia de 1948 sobre un metro para Bogotá, que venía abriéndose camino desde 1942. Su autor se burlaba de los huecos que destruirían innecesariamente la ciudad y consideraba el tranvía que llegaba a Chapinero como tecnología de punta. Mi primera memoria sobre el tema es posterior a esta queja en más de treinta años, calculo que en 1982, cuando estaba en la universidad y el alcalde Hernando Durán Dussán andaba promoviendo el metro y su línea prioritaria. Después de otras tres décadas en las que el tema metro y el subtema línea prioritaria reaparecieron y se desvanecieron un par de veces, parecía que el 2016 por fin marcaba el comienzo de la Era metro. Sin embargo, en su discurso de posesión del primero de enero, el nuevo Alcalde aclaró lo que en campaña había sido motivo de reserva: que tendremos “el mejor sistema de transporte del mundo en desarrollo”, lo cual no es lo mismo que tener el mejor sistema de metro, o siquiera un buen sistema de metro. El mejor sistema será Transmilenio, apoyado por una línea de metro en la avenida Caracas.

Los que pensaron que Bogotá por fin tendría un metro fueron víctimas del cálculo de campaña y de amnesia. La promesa de campaña de la línea prioritaria –no un metro– continúa en la agenda como un gran titular, junto a la vieja noticia que será una línea prioritaria interruptus y a la nueva noticia que ya no desaparecerá en la calle 100 sino en la 80. La amnesia tiene dos fases: la primera viene de la alcaldía 1998-2000, cuando Peñalosa prometió que todos los problemas los resolvería Transmilenio, sin metro; la segunda viene de la elección 2008-2012, en la que el hoy rector de la “Bogotá que soñamos” perdió la elección contra Samuel Moreno, oponiéndose al metro con pasión.

Imaginarse un sistema de metro tras la aceptación de una línea prioritaria hasta la 80, es oír con el deseo. También es oír con el deseo que Peñalosa tiene alguna intención de conservar la zona van der Hammen cuando dice “hay que conservarla”. Para comprobarlo, basta acudir a los videos de cualquier entrevista y notar cómo cada vez que aparecía el tema de la reserva, Peñalosa hacía una pausa, tomaba aire, bajaba la voz y a manera de inciso decía: “que hay que conservarla”, para luego retomar el entusiasmo y continuar hablando de lo que fuera, entre otros de la imposibilidad de preservar la zona van der Hammen como una reserva ambiental, porque es “propiedad privada”, porque «cuesta demasiado comprarla» y porque es una «escombrera».

La oportunista construcción inminente de la primera línea como la oportunista conservación de la van der Hammen son política electoral. Sin embargo, es probable que estemos ante una situación en la que lo mejor es enemigo de lo bueno y que pensar en un sistema de metro sea una quimera económica. No obstante, economía y finanzas se prestan para todo lo viable y lo inviable, pues está claro que un metro cuesta una barbaridad y que enterrarlo valdría muchísimo más que elevarlo. También está claro que perder unos estudios costosísimos, hechos para algo eventualmente mal concebido, no es perder sino ahorrar. Lo que no está claro es cuánto costaría un metro-mal-hecho y menos cuál sería el costo futuro de un no-metro, y tampoco está claro si este desconocimiento económico deberíamos contabilizarlo como una virtud o una estupidez. En cualquier caso, la inminencia del paso de un metro elevado por la avenida Caracas implica una inmensa transformación para el espacio urbano de una de las vías más importantes y emblemáticas de la ciudad.

Como inconforme con la oferta que tenemos por delante, propongo considerar un doble cambio de prioridades: uno para la avenida Caracas y otro para un eventual sistema de metro.

Línea Caracas

Dando por hecho que los 50 kilómetros de la avenida Caracas y su prolongación como Autopista norte constituyen el espacio más importante de la ciudad en términos de transporte, una línea de metro debería ir entre Usme y La Caro, no entre Banderas y la 80. Al partir en dos la Caracas con un metro, no se está pensando en la avenida sino en el metro, y al suspender el metro no se está pensando en el metro sino en Transmilenio. Dicho de otro modo, si el sistema principal es Transmilenio y el metro es un apoyo, habría una duplicación en la parte compartida; pero si el metro fuera el sistema principal y la línea fuera Usme-La Caro, la línea actual de Transmilenio entre Usme y la 170, sería redundante. Aceptar esta última conclusión sería muy duro por cuanto lo que se ha invertido en construir y reparar esta «primera línea» de Transmilenio, se perdería. En efecto, se perdería, como se perdió la troncal de los paraderos de concreto y los chuzos en el separador; y como se perdió la alameda diseñada por Karl Brunner en 1933. Pero si pensamos en el futuro, probablemente se perderá más si no se hace.

Si de servicios prioritarios se tratara, el atolladero de Usme y Ciudad Bolívar es tan severo y urgente como el de Bosa y Ciudad Kennedy. Además, el norte de Bogotá va más allá del Portal de la 170 e incluso del Club de Colsubsidio, en la calle 245.

Espacialmente el trayecto Usme-La Caro tendría dos tramos claramente diferenciados: el de la Autopista, entre La Caro y Los Héroes –relativamente “fácil”– y el de la Caracas, Usme-Héroes, que podría deteriorar el espacio urbano, todavía más de lo que está. Así, para que el tramo “difícil” fuera aceptable como espacio urbano, el metro tendría que ocupar un separador-parque-lineal, con un ancho mínimo de 20 metros, de manera que a lado y lado de la estructura para el tren hubiera por lo menos una línea continua de árboles.

El shock urbano de un metro exterior es enorme. Por eso requiere un tipo de tren de bajo impacto como la estructura de columna sencilla en Y y el monorriel colgado. Esto contra una estructura de columna en T y de tren apoyado. Evidentemente, si el impacto espacial es importante, la estructura de doble columna carece de sentido

Además, como el perfil de la Caracas de la 80 hacia el sur es suficiente, habría que aumentarlo. Para esto se requiere un gran proyecto de renovación urbana que «afecte» las manzanas a lado y lado, de manera que no se repitan casos como los de la calle 26, la calle 80 y la reciente calle 45, entre las carreras 7 y 13. Así, el perfil se puede ampliar y la manzana se convierte en una oportunidad para la renovación «lineal» de la ciudad a partir de la creación de una gran avenida urbana, que serviría de modelo para muchas otras.

Sistema Bogotá

Aun si la línea Caracas se hiciera completa y con las características anteriores, una línea no es un sistema. Para que hubiera sistema sería necesario combinar sistemas rápidos y lentos. El sistema rápido podría ser “puro”, si lo cubriera el metro, o podría ser “mixto” si lo cubrieran conjuntamente el sistema rápido-metro y el sistema de lento-buses de carril exclusivo. El sistema rápido tendría necesariamente que cubrir toda la ciudad, como una telaraña, generando sectores o cuadrantes, con paradas cada 1,5 a 2,5 kilómetros, dejando la movilidad interna dentro de cada sector para los sistemas lentos: buses, taxis y bicicletas.

Siguiendo una lógica reticular, el sistema necesitaría líneas norte-sur y líneas oriente-occidente. Si la primera línea norte-sur fuera la Usme-La Caro, la última línea norte-sur vendría a ser la línea Soacha-Chía, bordeando el parque lineal del río Bogotá. Las líneas oriente-occidente seguirían el mismo principio, cuadriculando el sistema entre Usme-Soacha y Chía-La Caro.

Las estaciones definirían los sectores, al interior de las cuales la gente se movería por medio de sistemas complementarios que cubrirían las distancias cortas. Así, llegar desde Usme o Engativá al centro o llegar de Suba a Kennedy, debería sumar aproximadamente lo mismo, en la medida que cada persona podría tomar un bus, caminar o pedalear, hasta la estación de partida; después, un metro-rápido hasta la estación de llegada; y desde ahí, un nuevo medio de transporte lento para llegar al destino.

Por dónde empezar la construcción sería un tema técnico. Tendría que olvidarse de la lógica de lo inmediato y lo cuatrienal para privilegiar una lógica del plan general y del nuevo espacio urbano, a largo plazo. En este sentido, los usos y límites del nuevo espacio urbano tendrían que planearse e incentivarse como parte de un proyecto de renovación urbana, de manera que metro, equipamientos, calidad y límites del espacio hicieran parte del Plan-Metro. De no ser así, el gran proyecto quedaría a medias, como sucedió con otros grandes proyectos como el Parque Tercer Milenio y la Alameda el Porvenir, dos antimodelos por excelencia de lo que pasa cuando los límites del espacio urbano no son parte del proyecto y ocurre lo que Jane Jacobs anticipó hace más de cincuenta años: que los todos los espacios urbanos que cometieran el error de olvidarse de los bordes nacerían muertos.

En fin,
…podría pasarnos que a pesar de las circunstancias, los compromisos y los sueños individuales, la alcaldía actual lograra concertar un Plan, en grande y con el metro como prioridad y punto de partida. Un Plan que nos llevara al mítico 2050 con la sorpresa de un “increíble pero cierto”. Para ello se requeriría que el Alcalde cambie y considere que su legado no está en terminar Transmilenio, construir un metro inútil, aumentar los kilómetros de ciclorruta, construir la ALO, convertir el río Bogotá en el Támesis y acabar con la zona van der Hammen.

El legado,
…no sería un Plan sino una institución que sustituya al actual aparato multicéfalo que planea la ciudad. El Plan sería producto de la nueva institución, no de uno u otro individuo. La institución sería una entidad autónoma, que no dependería del Alcalde, ni del Gobernador, ni del Presidente, ni de la CAR, ni de ninguna otra institución existente, y mucho menos de un individuo. Una institución de la cual el Alcalde de turno sería un miembro más y el exalcalde otro. Una institución capaz de planear y exigir, entre otras, la construcción de un sistema de sistemas de transporte, a partir de la visión concertada por un grupo de personas, que deciden como Junta, para beneficio de un territorio y de los diez o veinte millones de personas que vivirán entre Villapinzón y el salto del Tequendama.

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Bogotá Hoyos viuda de Calle

Diciembre 12 de 2013

No solo es frecuente: en el caso de Bogotá es permanente la inconformidad de los ciudadanos con su ciudad, especialmente en los temas de movilidad y seguridad. Aclaro: con Bogotá, porque no la consideran su ciudad. Los bogotanos habitan una urbe que sienten desconocida y extraña. Por eso las quejas se producen contra una entidad abstracta y ajena, y sus falencias les irritan pero no les duelen. Viven en un entorno que les es hostil, que no entienden cómo funciona –o mejor dicho como debería funcionar, pues de hecho no funciona–, y al no entenderla no pueden apropiarla y sentirla suya.

El primer paso para que la ciudad sea adoptada por sus habitantes es que desde niños nos expliquen que ese complejo urbano en el cual vivimos nos pertenece a todos, su buen uso es nuestro derecho y su buen manejo es nuestra responsabilidad. Voy a intentar una explicación elemental de la ciudad –y en especial de la calle– para los niños que no la reciben y los grandes que, cuando niños, no la recibieron.

El hombre es un animal gregario. Se unió con otros semejantes para cazar mamuts y defenderse de depredadores –incluyendo grupos de su especie– y conformó tribus. Al volverse agricultor, y por lo tanto sedentario, se fabricó su primer refugio y se convirtió en constructor. El crecimiento de la tribu exigió una organización social elemental que partía de un principio de autoridad, una asignación de tareas colectivas y una repartición de oficios y actividades.

Los primeros poblados se formaron entonces con construcciones elementales destinadas a vivienda. Posteriormente, y con la repartición de actividades, las construcciones se especializaron y funcionaron como recintos de uso privado que se relacionaban con sus vecinos a través de los espacios residuales entre construcciones. Estos espacios residuales en tierra fueron los primeros espacios públicos. En la medida en que los poblados crecieron, las construcciones se volvieron más ordenadas y definitivas, y los espacios públicos se convirtieron igualmente en espacios organizados y permanentes. Así nacieron calles y plazas.

El aumento de población implicó aumento de casas y calles y los poblados se convirtieron en estructuras más complejas que se fueron adaptando a las nuevas exigencias de la sociedad. Aparecieron nuevos espacios públicos abiertos (plazas, foros, parques, coliseos) y cubiertos (termas, mercados, bibliotecas) que conformaron, junto con los edificios de vivienda y servicios, lo que hoy conocemos como ciudad. En términos más amplios, la ciudad no es solamente la infraestructura física: incluye su población con su cultura y sus complejas redes sociales.

El espacio público por excelencia fue y sigue siendo la calle. Por ella circularon pastores y rebaños, carruajes y cabalgaduras, y fue la cuerda que cosió bohíos y palacios hasta convertirlos en ciudad. La invasión del automóvil con su agresivo cuerpo de metal y su peligrosa velocidad obligó a repartir los espacios de la calle entre vehículos y peatones, y aparecieron las calzadas y los andenes. El desarrollo de nuevas tecnologías y materiales (especialmente el concreto armado y el ascensor) permitió la aparición de edificios altos a lado y lado de las viejas calles de la aldea. Y las jóvenes ciudades se hicieron densas.

Pero esa misma densidad exigió mayores desplazamientos dentro de la ciudad, por las mismas calles que la vieron crecer, y aunque se construyeron vías mayores en la periferia, la movilidad en el centro se vio afectada por las angostas vías originales. Ampliarlas era la solución pero esto implicaba, irónicamente, demoler las antiguas casas y los grandes y costosos edificios que habían causado su saturación: solución valiente que solo ciudades como París, con un gobierno autárquico como el de Napoleón III y un urbanista arrojado y de corazón duro como Haussmann, pudieron acometer oportunamente y arrasaron con lo que fuera necesario. La renovación urbana no tiene corazón.

La imposibilidad de seguir construyendo nuevas calles al mismo nivel, y de paso destruir el patrimonio construido, obligó a pensar en adecuar otro nivel que no afectara la valiosa arquitectura: aparecieron los trenes subterráneos, o Metros, para mover pasajeros masivamente. Pero el tráfico siguió en aumento y algunas ciudades, como Los Angeles, optaron por un tercer nivel elevado para construir autopistas urbanas que absorbieran el tráfico pasante.

Veamos la historia de Bogotá. La ciudad se saltó la primera etapa –la de bohíos desordenados– pues Gonzalo Jiménez de Quesada la fundó aplicando el trazado de damero estipulado por las Leyes de Indias para todas las ciudades de la colonización española. Las primeras calles sirvieron no solamente para el tráfico incipiente sino además como espacio para juegos de niños y socialización de adultos; pero progresivamente se hicieron insuficientes y los alcaldes de los últimos cincuenta años se dedicaron a hacer estudios para el Metro, enterrado, a nivel y elevado –uno por cada alcalde–, pero ninguno fue capaz de iniciar las obras diseñadas por su antecesor. Peñalosa propuso como solución el sistema de transporte masivo a nivel, –Transmilenio– paliativo que al poco tiempo fue superado por la creciente demanda.

Entretanto, el excesivo uso no previsto de la malla vial acabó en los últimos veinte años con el pavimento, sin que ningún alcalde se decidiera a repararla. Como si esto fuera poco, cerramos con broche de oro el ciclo de burgomaestres indiferentes al tema de la calle, con un ladrón y un inepto.

Las calles están regresando a su condición primigenia de piso en tierra y pronto veremos circular nuevamente pastores y rebaños, carruajes y cabalgaduras. La mejor manera de usar la calle es no usarla y permanecer en nuestras casas, ajenos al uso de esa ciudad que nos pertenece pero no podemos disfrutar.

Solo me resta expresar mis sentidas condolencias a Bogotá Hoyos viuda de Calle y sus resignados habitantes.

Bogotá Hoyos viuda de Calle

Bogotá Hoyos viuda de Calle

 

Willy Drews

Todas las fotos son cortesía de Francisco Pardo

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