Archivo por meses: agosto 2015

John Berger

Le Corbusier

Texto de John Berger (1965) [1]

Era día de mercado en la ciudad vecina, cuando leí los titulares anunciando la muerte de Le Corbusier. En esa ciudad francesa, polvorienta, provinciana y completamente comercial (fruit and vegetables), no había ningún edificio que señalase la influencia de su obra, pero me parecía que la ciudad era consciente de su muerte. Quizás sólo porque, para mí, esa ciudad era la extensión de mi propio corazón. Pero los impulsos de mi corazón podían no estar solos; había los de otra gente, leyendo el periódico local en la mesa del café, quienes, con la ayuda de Le Corbusier, también habían entrevisto el ideal de una ciudad construida a la medida del hombre.

Le Corbusier ha muerto. Una buena muerte, dijeron mis acompañantes, un buen modo de morir: tranquilamente, en el mar, mientras nadaba, a la edad de setenta y ocho años. Su muerte parece reducir las posibilidades al alcance incluso de la ciudad más pequeña. Mientras vivió, siempre parecía haber una esperanza para que cualquier ciudad pudiera ser transformada a mejor. Paradójicamente, esa esperanza surgía de su máxima improbabilidad. Le Corbusier, que fue el arquitecto más práctico, democrático y visionario de nuestro tiempo, había tenido escasas oportunidades de construir en Europa. Los pocos edificios que puso en pie fueron todos ellos prototipos de series que nunca serían construidas. Él fue la alternativa para toda la arquitectura que hay a nuestro alrededor. La alternativa sigue, claro está. Pero parece menos apremiante. Su insistencia ha muerto.

Hicimos tres viajes para entregarle nuestro propio último respeto. Primero fuimos a mirar otra vez la Unité d’Habitation en Marsella. ¿Cómo se conserva?, preguntaron. Se conserva como un buen ejemplo que no ha sido seguido. Pero los niños siguen bañándose en la piscina de su cubierta, a seguro, a su aire, entre el panorama del mar y el de las montañas, en un ambiente que, hasta este siglo, sólo pudo llegar a ser imaginado como fondo extravagante para querubines en los techos pintados barrocos. Los grandes ascensores para coches de bebé y bicicletas suben ligeros. Las verduras en la calle comercial del tercer piso son tan baratas como las de la ciudad.

De todo el edificio, lo más importante es tan simple que puede fácilmente darse por supuesto –y ese era el propósito de Le Corbusier–. Si lo deseas, puedes condescender hasta este edificio que, pese a su tamaño y originalidad, no sugiere nada que sea mayor que uno mismo –ninguna gloria, ningún prestigio, ninguna demagogia, ninguna propiedad, moralidad–. No ofrece excusas para vivir de modo tal que seamos menos que nosotros mismos. Y esto, aunque empiece siendo una cuestión de espíritu, sólo era posible en la práctica como una cuestión de proporción.

Al día siguiente fuimos a la abadía cisterciense de Le Thoronet, del siglo XI. Yo tenía la idea de que Le Corbusier había escrito sobre ella, y cualquiera que quiera realmente entender su teoría del funcionalismo –una teoría que ha sido mal entendida y peor deformada– sin duda debe visitarla. El contenido de la abadía, por opuesta que sea en su forma o en los fines inmediatos para los que fue proyectada, es muy similar al de la Unité d’Habitation. Es muy difícil, de hecho, advertir los nueve siglos que las separan.

No sé cómo describir, sin recurrir al dibujo, la compleja simplicidad de la abadía. Es como el cuerpo humano. Durante la Revolución Francesa fue saqueada, y nunca ha sido vuelta a equipar: su desnudez no es más que una conclusión lógica de la regla cisterciense, que condena la decoración. Había niños jugando en el claustro, como en la piscina de la cubierta, y corriendo a lo largo de la nave. No quedaban nunca empequeñecidos por la estructura. Los edificios de la abadía son funcionales porque su propósito era proporcionar los medios, en vez de sugerir los fines. Los fines dependen de quienes los habiten. Los contenidos les permiten comprender por sí mismos, y así descubrir sus propios objetivos. Esto les parece tan verdad a los niños de hoy como a los monjes de entonces. Una arquitectura así sólo ofrece tranquilidad y proporción humana. En lo que a mí respecta, encuentro en su discreción todo lo que puedo reconocer como espiritual. El poder del funcionalismo no reside en su utilidad sino en su ejemplo moral: un ejemplo de veracidad, el rechazo a la exhortación.

Nuestra tercera visita fue a la cala donde murió. Si se sigue un sendero entre matorrales a lo largo de la vía férrea, al este de la estación de Roquebrune, llegas a un café y hotel construido de madera y techo ondulado. En muchos aspectos es una barraca, como cientos de otros edificios a lo largo de las playas de la Côte d’Azur –un cruce entre casa de botes y escenario de pacotilla–. Pero este fue construido de acuerdo con los consejos de Le Corbusier, porque el patrón era viejo amigo. Algunas de las proporciones y el esquema de colores son manifiestamente suyos. Y en el muro de madera del exterior, frente al mar, pintó su emblema del hombre de seis pies de alto, que hace de módulo y mide toda su arquitectura. Nos sentamos en la terraza, de suelo de tablas de madera, y tomamos café. Mirando al mar, abajo, me pareció por un momento que las olas, apenas visibles, que semejaban temblores rizados, eran el último signo del cuerpo que se había hundido ahí, una semana antes. Me pareció por un momento como si el mar pudiera darle mejor reconocimiento que la arquitectura de diques y rompeolas. Una patética ilusión.

Al otro lado del mar se puede ver Monte Carlo. Si la luz es difusa, la silueta de las montañas llegando hasta el mar puede parecer como de Claude Lorrain. Si la luz es fuerte, se ve el comercio de la arquitectura en esas montañas. Particularmente visible es un hotel de cuatro estrellas, construido al borde mismo de un acantilado. Vulgar y estridente como es, nunca hubiera podido construirse sin el ejemplo inicial de Le Corbusier. Y lo mismo se aplica a un despliegue de otros edificios a lo largo de la costa. Todos ellos exhortan a la riqueza.

Entonces advertí, cerca del hombre modular, la huella de una mano. Una huella voluntaria, que formaba parte de la decoración. Estaba a pocos pies de un anuncio de Coca-Cola: a varios cientos de pies sobre el mar, y se enfrentaba a los edificios que exhortaban a la riqueza. Probablemente era la mano de Le Corbusier. Pero podría ser para su monumento, si fuera la mano de cualquiera.

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[1] John Berger, “Le Corbusier”, Selected Essays, editado por Geoff Dyer, Londres, 2001, p. 178.

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10 francos suizos

¿Cuánto vale Le Corbusier?

Creí que me había partido el peroné, pero no.

Creí que el tema de Le Corbusier ya estaba agotado, pero no. Faltaba avaluarlo.

El valor de un arquitecto está en su obra, y quien no construyó, no es arquitecto. Pero hay quienes se interesan más en el personaje que en su legado edificado, y quieren saber cuánto dinero vale –como cualquier futbolista– o qué posición ocupa en el ranking –como cualquier tenista–. ¿Cuánto vale entonces Le Corbusier?

El valor de un personaje depende de cuatro factores:

  • Quién lo avalúa.
  • Sobre qué disciplina lo avalúa.
  • La información que se tiene sobre la persona y la disciplina.
  • Contra quiénes se compara.

Comencemos con sus coterráneos. Ellos le hicieron un bonito homenaje al poner su cara en los billetes de diez francos suizos. Es decir que le dieron el valor de todos los billetes de esa denominación.

Lo que pasó en Torre de Babel dista mucho de lo que sucedió en Suiza. Una opinión sobre el Plan Director para Bogotá derivó en una valoración no pedida sobre L.C. como urbanista. Se recibieron conceptos desde tímidos hasta fanáticos, en contra y a favor, que nos han dejado hasta ahora tres lecciones aprendidas:

  • Si se busca generar discusión sobre un tema, hay que ser radical.
  • No discutir con los que saben, y
  • De todas maneras cuando toca… toca aunque nos regañen.

Aplicando los criterios de evaluación ya comentados, con base en la información que tengo y comparándolo con sus pares contemporáneos, yo evaluaría a L.C. como uno de los cinco arquitectos más influyentes del siglo XX.

Esta opinión parece coincidir con la de Francia, su país de adopción, que al no poder estar ausente de los homenajes –con motivo de los cincuenta años de su muerte– que inundaron el mundo de la arquitectura, organizó en el Centro Cultural Georges Pompidou la exposición “Le Corbusier, medidas del hombre”, la primera sobre este tema según sus organizadores. La muestra incluyó sus proyectos de viviendas unifamiliares y unidades de habitación (Marsella y Berlín), Ronchamp, el pabellón Philips en Bruselas, Chandigarh, su cabaña de 15 metros cuadrados, sus muebles, sus pinturas y lógicamente su propuesta de escala humana, el Modulor.

expo Pompidou

De acuerdo con la lección aprendida número dos, dejo en manos de los expertos establecer el valor de L.C. como pintor y diseñador de muebles. Pero con relación al Modulor, no me queda más remedio que aplicar la lección aprendida número tres y, cuando toca… toca. Yo creo que el Maestro se equivocó dos veces con esta propuesta: la primera al pensar que se puede establecer una escala de medidas universal que se pueda aplicar desde los pigmeos y los bosquimanos hasta los Watusi y los Pombo; y la segunda al estimar en 1.83 metros la medida promedio de un ser humano (hombre y mujer), altura que solamente la alcanzan Frankenstein, los jugadores de baloncesto de la NBA y unos cuantos suecos.

Modulor

Básicamente lo más representativo de la obra de L.C. está presente en los proyectos aparecidos en la muestra. Es el trabajo de un gran arquitecto que, como parece indicarlo la última foto de la exposición, no tiene nada que ocultar. Pero que se puede equivocar…

LC desnudo

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Del buldócer y otros mal-entendidos con el Centro Cívico para Bogotá

Al reclamar el uso inapropiado de las ideas de Le Corbusier, pregunta José Miguel Mantilla que si “¿Acaso no es una aberración que para determinar el fracaso de un proyecto se presenten como evidencia únicamente los traspiés de los primeros ensayos?”. Por supuesto que es injusto juzgar a alguien por sus ideas en borrador, cuando las finales están a disposición. No obstante, tratándose del Plan Piloto para Bogotá, es igualmente injusto atribuirle a Le Corbusier ideas que no tuvo, como que el Centro Cívico es un teselado regular de pequeñas ciudades tradicionales.

El Plan Piloto de Le Corbusier para Bogotá nada tiene de “pequeña ciudad tradicional”; ni en los sectores de vivienda ni el sector del Centro Cívico. Es positivo que el Plan partiera de consideraciones relacionadas con la estructura hidrológica y los cerros de la Sabana, y que incorporara el Capitolio, la Catedral y la iglesia de Santa Clara a la nueva plaza de Bolívar. También habrían sido hechos positivos la nueva carrera séptima, las 5Vs, las zonas verdes abiertas y las manzanas y edificios arqueológicos. Con este Plan seguramente nos hubiera ido mejor que con el urbanismo tipo avestruz que nos rige desde entonces y del cual surgió la necesidad de un Plan y su puesta en práctica, además, nos hubiera liberado del arribismo de los rascacielos neoyorkinos que Le Corbusier tanto detestaba. Pero que el Centro Cívico del Plan Piloto carece de un “teselado regular” relacionado con “la pequeña ciudad tradicional” y que el plan general para Bogotá parte de la idea de la tábula semirasa, no requiere grandes análisis. Está a la vista sobre los planos, como un caso más a través del cual Le Corbusier vio la oportunidad para reemplazar lo que representaba un pasado pintoresco pero disfuncional –sucio, incómodo, oscuro, congestionado e insalubre– para dar paso a lo que hoy llamamos una utopía.

Si nos atenemos al Plan Piloto, también este es un borrador y también sería falaz juzgarlo como proyecto final. Se suponía que José L. Sert y Paul L. Wiener, a través de su firma Town Planning Associates (TPA), desarrollarían el Plan Directeur, o Plan Piloto, para convertirlo en Plan Regulateur, o Plan Regulador. El Piloto daría unos lineamientos y el Regulador les daría viabilidad; ese era el contrato. El producto de TPA, en cambio, fue un nuevo proyecto que reclamaba responder a dos grandes objeciones: una, la de los promotores respecto a las áreas de expansión, y otra, la de los gobernantes respecto a la dificultad de comprar los predios necesarios para convertir la vieja Bogotá en el Centro Cívico de la nueva Bogotá.

Plan Piloto Bogotá

Al revisar la correspondencia entre Le Corbusier y TPA, el cambio del Plan Piloto al Plan Regulador resulta un fracaso anunciado. El ir y venir de cartas entre Nueva York y París muestra que antes de la entrega, TPA intentó persuadir a Le Corbusier para “no dibujar” los edificios para vivienda del Centro Cívico, sugiriendo que se limitara a indicar los usos. Muestra también el interés de Le Corbusier por hacerse cargo del Centro Cívico y esperaba que TPA se encargara de apalancar el contrato. Como se sabe, las cosas no salieron bien y lo que debió ser un paso inicial tenemos que verlo por lo que quedó, como un proyecto de diseño urbano con dos niveles de desarrollo: uno para las áreas a incorporar con un bajo compromiso formal y otro para el área a reemplazar con un alto compromiso formal.

En el Centro Cívico hay un claro dominio visual por parte de tres tipos de «barra»: unas tipo unidad de habitación (Unité d´habitation); otras tipo edificio en rediente (á redent), quebradas, en ángulo recto y también para vivienda ; y otras de mayor altura, también aisladas, para los edificios gubernamentales de la Plaza de Bolívar. Estos tres tipos de edificio son tan esenciales para la propuesta espacial del nuevo centro, que Le Corbusier no podía sino desatender el llamado a «no dibujar» los edificios. Tenía la oportunidad de aplicar su síntesis urbanístico-arquitectónica de los últimos treinta años, y eso hizo, a través de los tipos de edificio mediante los cuales había encontrado cómo superar la manzana tradicional y el espacio urbano que consideraba inapropiado para los nuevos tiempos: la calle corredor.

Es probable que Le Corbusier no prestara atención a sus consultores porque esperaba que estos lo respaldaran en su intención de realizar el Centro Cívico. También es probable que Wiener y Sert se hayan sentido presionados por las circunstancias y ello los llevara a abandonar su compromiso. El hecho es que el Plan Regulador no fue un desarrollo del Plan Piloto y que, más allá del “ajuste a las circunstancias locales” reclamado por TPA, la sustitución tipológica de unidades de habitación (Unités) y viviendas en rediente por manzanas de patio y unidades vecinales (Neighborhood Units) es una operación que sustituye unos tipos arquitectónicos por otros de signo contrario. Unos y otros –barras y manzana-patio– son edificios tan opuestos que el plan de TPA constituye un puntillazo ante el cual es de suponer que Le Corbusier sintió una gran decepción y una profunda rabia. En últimas, como ya es casi ley, la plata de esos “estudios” también se perdió. No obstante, tenemos un registro de las ideas que nos permite, por lo menos, el intento de evacuar algunos malentendidos relacionados con las concepciones e intenciones de Le Corbusier.

En Bogotá, el primero de estos eventuales malentendidos surge al valorar el uso del buldócer y cómo este se utiliza de una u otra forma: positivamente para conservar unas cuantas piezas selectas que enriquecen el nuevo Centro Cívico y negativamente para destruir la mayor parte del Centro Histórico. Visto con generosidad, la conservación de las manzanas y edificios singulares –iglesias en su mayoría– aparece como una muestra de respeto por el pasado y una refutación al principio de la tábula rasa. Para los que vemos el camino arqueológico como la sustitución de un espacio urbano por otro, guardando algunos recuerdos, es un intento por negar la fidelidad de Le Corbusier a un espíritu de la época según el cual “la metrópoli moderna” se montaba sobre un terreno baldío o sobre los escombros de la ciudad anterior, con los predios debidamente comprados o expropiados por parte de las autoridades. Si bien esta fidelidad ante lo moderno no convierte a Le Corbusier en un Calígula, un Haussmann o un Robert Moses bogotano, tampoco permite equipararlo con un conservacionista italiano de los años 1960. Conservar fragmentos arqueológicos puede hacer parte de la génesis de la conservación de centros históricos, pero entre uno y otro hay varios años de reflexión y mucho buldócer de por medio.

Como sucede con frecuencia, los malentendidos también alimentan las creencias o ideas que damos por indebatibles. Con Le Corbusier, hay varias que generan confusiones similares a las de la tábula rasa o no rasa. Una de las más “citadas” la generó él mismo a través de la Carta de Atenas como producto del CIAM 4, de 1933. La relación Carta-Congreso circula como un versículo, a pesar de que el documento original del CIAM de Atenas es un breve texto de cuatro páginas con unas declaraciones generales –»La carta de la planeación» (Constatations en francés)– que Le Corbusier amplía, comenta y publica en 1943, diez años después del evento. Con independencia de la eventual fidelidad del texto de Le Corbusier al contenido del documento original, la publicación que él titula La Charte d´Athenes no aclara en ningún momento que el texto es extraoficial y extemporáneo. Tampoco reconoce que un año antes, en 1942, Sert había publicado «¿Sobrevivirán nuestras ciudades?» (Can our Cities Survive?), efectuando la operación análoga de ampliar y comentar la Charter of Urbanism de 1933. A diferencia de Le Corbusier, Sert sí aclara la situación y sí publica el texto original, en un apéndice. Es difícil saber si hubo, o no, una “estrategia” por parte de Le Corbusier para hacer que su texto pareciera la versión oficial del CIAM. La confusión, sin embargo, continúa haciendo carrera.

Plan Piloto Bogotá

Otra creencia ampliamente difundida es que los cinco puntos de Hacia una arquitectura «sintetizan la arquitectura moderna”. La imprecisión aparece por lo general en el primer año de la carrera de arquitectura y, aunque debería desaparecer en el segundo, también acompaña el credo de algunos para toda la vida. Como principios, los cinco puntos se fueron desvaneciendo en la medida en que aparecieron variables como el clima, la orientación, los materiales, las tradiciones culturales y, por supuesto, otras arquitecturas. Como parte de la historia, los cinco puntos serían un buen ejemplo de “traspiés de los primeros ensayos”, o de unas ideas de juventud que explicaban la estética de unas casas experimentales de los años 1920. No obstante, aun si algún purista retorciera cada punto hasta el límite para establecer una continuidad de principios a lo largo de la carrera de Le Corbusier, sería imposible ampliar el intento a la arquitectura moderna en general, sin evaporar por inconsecuente la mayoría de la arquitectura moderna.
Puntos arquitectura moderna

Junto a las creencias sobre los cinco puntos y la Carta de Atenas, hay una que sobrepasa el malentendido y queda mejor, junto al buldócer, dentro de lo mal entendido: las viviendas cruciformes “lecorbusianas”.

El parecido formal de la planta en cruz hace olvidar que los rascacielos cruciformes de la Ciudad Contemporánea (1922) son para oficinas, que tienen 60 pisos y rondan los 200 metros de altura, y que el único modo de residencia que incluyen es el hotel.

Aun si las torres cruciformes del Plan Voisin (1925) fueron para vivienda, sú único uso en la Ciudad contemporánea es “trabajar”. Diez años después del Plan Voisin, todavía persisten en la Ciudad Radiante, en 1935, pero ahí mueren, tipológicamente hablando. A partir de este momento, todos los edificios corbusianos, incluidos los rascacielos para oficinas en la Plaza de Bolívar de Bogotá, son barras. De manera que si las viviendas son corbusianas, sus tipologías deberían ser: vivienda en rediente, inmueble villa o unidad de habitación; no torres cruciformes y menos manzanas-patio como las de TPA para Bogotá.

La versión achaparrada de torres cruciformes que apareció en Europa y Estados Unidos bajo la identificación de torres en el parque, no es atribuible a Le Corbusier; al menos si se considera que su edificio síntesis para vivienda –y que es el modelo para Bogotá– fueron los 18 pisos y 56 metros de altura de la Unité de Marsella.

Torres y viviendas cruciformes

En repetidas ocasiones he oído y leído a Germán Téllez identificando el mal-entendido con el Centro Cívico como una confusión entre “un bello exercise de style y un plan urbanístico”. Esto implica que el Centro Cívico del Plan Piloto para Bogotá puede ser una obra de arte y estar fundado en principios urbanísticos excepcionales, pero aun así no es un Plan para la re-urbanización del centro de la ciudad. Es probable que Wiener y Sert malentendieran su labor como perfeccionadores de los instrumentos urbanísticos que harían posible el diseño urbano del Centro Cívico. No obstante, el diseño urbano propuesto por TPA para el Centro Cívico de Bogotá es tan carente de mecanismos para hacerlo posible como el diseño urbano de Le Corbusier. Al parecer, todos se fiaron de que La Autoridad se encargaría de comprar o expropiar los miles de predios necesarios para el proyecto, apoyados en el principio urbanístico –tan inoperante como autoritario– según el cual el bien común prima sobre el bien particular.

Plan Piloto Bogotá

Un motivo por el que todo salió tan mal es porque los gobiernos conservadores de Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez fueron sustituidos por el de Gustavo Rojas Pinilla y la creación del Distrito Especial de Bogotá, lo cual dejó sin bases el perímetro urbano de la ciudad planeada por Le Corbusier. Otro motivo pudo haber sido que los contrataron para planear el desarrollo urbano de una ciudad y propusieron diseñarla.

Sert parece haber entendido a posteriori la diferencia entre diseñar una ciudad y planearla poco después, en 1956, como gestor de la primera conferencia Urban Design de la Escuela de Diseño de la Universidad de Harvard (GSD). En su discurso de apertura definió el diseño urbano como “la parte de la planeación urbana que se ocupa de la forma física de la ciudad”. La intención de Sert no era fundar una disciplina nueva y autónoma, sino abrir un nuevo espacio al interior de una disciplina existente. La definición implica que el diseño urbano debería ser un momento de la planeación y no necesariamente una disciplina autónoma. También lleva implícita una crítica, según la cual una actuación como la del Plan Piloto para Bogotá, perpetúa la confusión entre planear una ciudad y diseñarla.

Le Corbusier, por su parte, siempre tuvo una concepción del urbanismo ligada al diseño urbano. Lo reiteró en una de las dos conferencias que dio en Bogotá, en 1947, al definir el urbanismo como “la puesta en escena de volúmenes en el espacio […] que superaba la práctica de un realismo de dos dimensiones que se basaba en la operación de extensión de calles, hacia una de tres dimensiones que permite incorporar como nuevo factor la altura y pensar en términos volumétricos”.

En principio, la parte esencial de la definición de urbanismo como la puesta en escena de volúmenes en el espacio parecería coincidir con la de Sert para diseño urbano como la parte de la planeación urbana que se ocupa de la forma física de la ciudad. Entre una y otra, a pesar de la apariencia, hay un abismo. Y para meternos por la grieta, retrocedamos a 1867, a la Teoría general de la urbanización de Cerdá.

Para Cerdá, urbanismo es un “Conjunto de conocimientos, principios, doctrinas y reglas, encaminadas a enseñar de qué manera debe estar ordenado todo agrupamiento de edificios”. En consecuencia, una buena idea urbanística pertenece al conjunto de “conocimientos, principios y doctrinas”. Su realización depende de algo que pertenece a otro conjunto: el de los “medios y reglas” para su ejecución.

En este sentido, el diseño urbano sintetiza lo que reclama la primera parte de la definición-Cerdá –conocimientos, principios y doctrinas– mientras la planeación urbana se ocuparía de la segunda -los medios y reglas- todo eso que con frecuencia resulta despreciable para algunos diseñadores, representado en los aspectos económicos, legales, operativos y políticos, tan caros al urbanismo, y sin los cuales una buena idea urbanística tiende a fracasar.

De vuelta al comienzo de este artículo: “es injusto atribuirle a cualquiera ideas que no tuvo”. De manera que si se trata de juzgar a Le Corbusier por ocuparse de las tres dimensiones de la forma física de la ciudad y por su forma de poner en escena unos volúmenes en el espacio bogotano, un aplauso. Si lo juzgamos por la planeación urbana, o por el urbanismo para el Centro Cívico de Bogotá, un lamento.

Centro_Internacional

Toc, toc

Es evidente que el Plan de Le Corbusier para Bogotá no consideraba la propiedad privada del suelo urbano, lo que precisamente haría imposible su implementación. Ni el impacto que tendría en los habitantes de la capital la transformación total de la imagen del centro histórico de su ciudad. Ni las implicaciones culturales de la desaparición de parte de su patrimonio construido, ni la alteración radical del contexto del que quedaba en pie. Como si sólo interesara dibujar una utopía urbana de actividades zonificadas tajantemente, grandes zonas verdes, edificios aislados en ellas, centros culturales, comerciales y de gestión cada cual por su lado, unidos por autopistas urbanas.

Y lo que difícilmente se podía prever fue su “realización” a retazos y malinterpretado en varias ciudades del país, cuyo caso extremo fue Cali. Con la disculpa de los VI Juegos Panamericanos de 1971, se sacaron del centro de la ciudad todas las actividades gubernamentales. Se demolieron muchos edificios moderno historicistas, mal llamados republicanos, y las últimas casas coloniales que habían quedado y sólo se salvaron unas pocas del siglo XIX que ya son de tradición colonial. Se construyeron edificios codiciosamente altos que llenaron el centro de culata y taparon los dos cerros tutelares de Cali y la cordillera atrás con sus magníficos farallones que ya nadie ve. Y se realizó, incompleto, un plan vial que cercenó el centro histórico de los barrios tradicionales que lo rodeaban.

Vale la pena imaginar qué hubiera pasado si el Plan de Le Corbusier se hubiera podido llevar a cabo. Basta con vivir dos de los poquísimos intentos de urbanismo moderno realizados junto con su arquitectura ídem: el Centro Internacional de Bogotá y Brasilia. El primero pone en claro la bondad de ser peatonal y desaparecer los carros, justo al contrario de Brasilia en donde no se puede vivir sin ellos. Los dos dieron patente de corso a ese despropósito de poner apartamentos idénticos uno encima del otro desde el segundo o tercer piso hasta el último. Y ambos ejemplos, donde todo es nuevo, presentan ese total aburrimiento que significa en una ciudad esa especie de cirugía plástica que elimina sus viejos rasgos, el patrimonio construido desde siglos antes, sin tener al lado al menos una bella iglesia colonial, como en el caso de Bogotá o toda una ciudad en el de Cartagena.

Como dice María Cecilia O’Byrne: “A veces toca… ¡volver a estudiar el Plan Director de Le Corbusier para Bogotá!” y precisamente a eso es a lo que nos ha llevado el artículo de Willy Drews en Torre de Babel. Pero comenzando porque las ciudades surgen por el comercio, la industria, la guerra, la religión y el tráfico de conocimientos (Pirenne, 1939). Que son para satisfacer las necesidades de unos ciudadanos pero su finalidad es que vivan bien (Aristóteles, s. IV a.EC.). Que transforman al campesino en ciudadano, y sus deseos y necesidades convierten un sitio natural en un lugar construido (La Blache, 1922), aislando un espacio en la naturaleza para vivir en él civilizadamente (Ortega y Gasset, 1930). Que concentran el poder de una sociedad, son escenario y símbolo de su cultura y, con la lengua, la mayor creación humana (Mumford, 1938). En fin, un arte colectivo (Schneider, 1960) y específico, con teoría y práctica propias (Rykwert, 1963; Sitte, 1889; Moholy–Nagy, 1968).

* Imagen (CC) Pedro Felipe, via Wikimedia Commons.

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