Archivo por meses: febrero 2014

Colapso

Febrero 27 de 2014

No fue un ruido sordo. Sonó más bien como si pasara un tren y rodaran piedras, y se interrumpieron súbitamente los sonidos cotidianos del barrio El Poblado de Medellín. En pocos segundos se restablecieron los sonidos cotidianos, y NN se asomó al balcón. La torre de apartamentos que veía todas las mañanas frente a su edificio, había desaparecido. En su lugar quedaban un montón de escombros, una nube de polvo que subía lentamente con olor a muerte, y el edificio vecino al desaparecido con la piel  desgarrada por donde se asomaban muñones de vigas y bordes de placas de concreto que simulaban costillas.

La torre 6 del conjunto Space, que –según había dicho la víspera el ingeniero calculista– tenía daños reparables y no había que desalojar, había colapsado. De nada valieron las afirmaciones del calculista ni el pretencioso nombre extranjero para evitar la docena de vidas perdidas.

El colapso de un edificio se produce cuando falla un eslabón en la cadena de la construcción. El eslabón del diseño arquitectónico ocupa uno de los primeros lugares en la cadena, pero su falla no produce colapso. Se puede decir que un diseño es feo, desagradable, incómodo u oscuro, pero por eso no se cae. Normalmente se cae por materiales de mala calidad, por errores en la construcción, por un cálculo estructural que no cumple con los códigos, por fallas en el terreno, por intervenciones posteriores que afectan la estructura, o por fenómenos naturales.

En este caso no hay síntomas de fallas en el terreno ni intervenciones posteriores y mucho menos fenómenos naturales. Quedan entonces tres eslabones cuya falla podría haber causado la rotura de la cadena: el uso de materiales de mala calidad, fallas en la construcción y una estructura que no cumplía con los códigos. Si fueron errores, su gravedad es tal que no se compadece con la experiencia del equipo de profesionales involucrados. La otra posibilidad, que prefiero ni pensarla, es haber construido la estructura sin cumplir con los códigos para ganarse unos pesos adicionales, poniendo en alto riesgo la vida y el patrimonio de cientos de familias. El estudio que adelanta la Universidad de Los Andes definirá las causas. Pero el daño ya está hecho.

Con el colapso del Space se partió en dos la historia de la construcción y colapsaron las esperanzas de cientos de compradores que habían entregado sus ahorros a una firma, que creían confiable, para darles un techo a sus familias; colapsó la confianza de los antioqueños en sus constructores; colapsó el mercado inmobiliario que se llenó de apartamentos que, por dudas sobre su estabilidad, se convirtieron en –como dice la canción– “cariños verdaderos” que ni se compran ni se venden.

NN no se volverá a asomar al balcón. Próximamente dejará su apartamento. Según noticia del periódico, su edificio fue declarado inhabitable.

 

Willy Drews

Comparte este artículo:

El león, los cachorros, el huevo y la gallina

Febrero 13 de 2014

Cuando un león derrota al macho alfa y se convierte en el líder de la manada, lo primero que hace es matar a los cachorros del rey destronado para evitar que posteriormente lo derroten y defender su ADN. Los concursos de arquitectura se están convirtiendo en una masacre de cachorros de arquitecto.

Las armas para el exterminio están ocultas en las bases, en forma de condiciones que evitan la participación de los jóvenes. Una de ellas es la exigencia de un mínimo de tiempo de práctica profesional. Ejemplo real: 10 años. Esta exigencia parte del supuesto de que el arquitecto se ha capacitado y ha desarrollado su habilidad como proyectista durante este tiempo. Pero la realidad es que pudo haber estado dedicado a la agricultura y su experiencia es menor que la del profesional juicioso que ha dedicado sus primeros 5 años a la práctica del oficio. El primero puede participar en el concurso, el segundo no. Se valora la cantidad y se ignora la calidad.

La segunda arma es la obligación de garantizar una cantidad de metros cuadrados diseñados. Ejemplo real: 18.000 m2. Nuevamente la cantidad se impone. Firmas hábiles en mercadeo y publicidad con muchos edificios diseñados entre mediocres y malos pueden participar y a un joven arquitecto con un proyecto sobresaliente de 200 m2, ganador del Premio Nacional de Arquitectura –otro ejemplo real– le dan con la puerta en las narices.

El último intento para que los cachorros no lleguen a macho alfa es pedir que el participante demuestre que ha sido responsable del diseño de un proyecto similar al del concurso –una vez más la calidad está ausente– de un tamaño determinado. Ejemplo real: 2.500 m2. Y aquí entramos en el cuento del huevo y la gallina. ¿Cómo puede un arquitecto hacer su primer diseño si para esto le exigen un diseño similar anterior?

Todas estas exigencias están demostrando el interés de perpetuarse de los leones viejos, la creencia de que muchos diseños implican buenos diseños, y la desconfianza de los promotores en los jurados. Un buen jurado debe identificar al mejor proyecto –esa es su responsabilidad– sin saber y sin importarle si el diseñador ha desarrollado 10 o 1.000 proyectos, en 5 o 50 años de práctica.

La Opera de Sídney fue el  primer proyecto de Utzon en este campo, y cuando Aalto diseñó el sanatorio de Paimio no había hecho ningún hospital. Confiemos en los jóvenes que nosotros mismos hemos formado en nuestras escuelas y que suponemos que aprendieron a pensar y solucionar problemas nuevos. Démosles la oportunidad de poner sus primeros huevos y defendamos a nuestros cachorros. Ellos llevan nuestro ADN.

 

Willy Drews

Comparte este artículo:

Espacio vs. volumen

Febrero 10 de 2014

La arquitectura empieza juntando ramas para procurar un espacio para la vida, generando un volumen, después de haber sido apenas un volumen para señalar una muerte. En la cueva, la arquitectura es la cueva misma y su vano de entrada. Cuando el espacio interior se vuelve un tipo arquitectónico se puede comenzar por su volumen porque ya se sabe como será el espacio contenido. Pero en la arquitectita espectáculo actual se modela un volumen, se le meten unos espacios, y se «coloca» en la ciudad ignorando el lugar. Las fotos salen «interesantes» y jurados que no van al sitio lo premian.

El urbanismo empieza cuando uno o varios volúmenes arquitectónicos conforman un espacio exterior, ya sea espontáneamente, como al principio de las ciudades, tanto el privado como el público, o, deliberadamente, como cuando un conquistador en Hispanoamérica dispone en el paisaje y cerca a un río la Plaza Mayor de una ciudad, su espacio público por excelencia, y a partir de ella genera el trazado ortogonal de las calles que se desprenden de la misma y conforman manzanas con patios (Antonio de León Pinelo y Juan de Solórzano Pereira: Recopilación de las leyes de los Reinos de Indias, 1680).

De allí el olvido fatal de lo que son en esencia las ciudades, en el que se cayó cuando se convirtieron las plazas en parques en las nuevas repúblicas, a finales del siglo XIX y principios del XX, siguiendo el ejemplo de Antonio Nariño. Este a su vez seguía en Santa Fe el de los revolucionarios franceses que, buscando un símbolo que remplazara a los de la monarquía y la iglesia, recordaron el amor de Rousseau por la naturaleza e inventaron los Árboles de la Libertad que sembraron en las Plazas Reales (Julio Carrizosa Umaña: La política ambiental de Colombia. Lecturas Dominicales, El Tiempo, Bogotá 31/05/1992).

Para peor de males, en la arquitectura espectáculo actual solo se modelan volúmenes ignorando el espacio urbano preexistente pues las ciudades siempre son viejas: lo que olvidan esos nuevos «arquitectos» que se creen haciendo arquitectura «nueva». Pero son solo túmulos que aparte de la moda, la frivolidad, el espectáculo, el egocentrismo y el dinero, ya no son de piedra ni celebran nada, como le pedía Ludwig Wittgenstein, el celebre filósofo vienés y arquitecto aficionado, a la gran arquitectura (citado por Félix de Azúa: Diccionario de las artes, 2002).

En conclusión, para muchos «arquitectos» no importa el espacio, tanto interior como exterior, sino apenas el volumen, incluso solo los planos que lo conforman. Y ni siquiera su juego de llenos y vanos, sino apenas su superficie: solo vidrio (para eso están las cortinas) o solo lleno (para eso está la luz artificial); y si hay problemas pues se cubre todo con una mortaja. O, por el contrario, recurren a un completo «muestrario» de materiales y formas falsamente complejo que no inmortaliza ni glorifica cosa alguna.

Ahora lo verdaderamente nuevo es regresar a la vieja arquitectura, no a su imagen, claro, sino a su esencia: su contextualidad y ecoeficiencia, como en Masdar en Abu Dabi. Espacios y volúmenes que conforman edificios y estos a su vez ciudades: las dos caras de la buena arquitectura, siempre y en todas partes, pero asuntos que aquí se «enseñan» por separado en las escuelas de arquitectura, en las que ni siquiera se dibujan los andenes.

 

Benjamin Barney Caldas

Comparte este artículo:

¿Discusión de qué?

Febrero 7 de 2014

Las alusiones de Guillermo Fischer en su crónica Publirreportería cultural a lo que antes se conocía como vulgar propaganda comercial y hoy pasa por divulgación informativa cultural, supuestamente objetiva, viniendo de una entidad oficial (el MinCultura en “Arcadia”, por ejemplo) o los innumerables “anunciadores” o “pautadores” en El Tiempo o El Espectador, permiten volver sobre el verdadero carácter de discusiones tales como las que se han venido desarrollando, sin mucho éxito, sobre el crecimiento del Teatro Colón –similar al de un enano aspirando a gigante–, las crueles estupideces falsopaisajísticas del Parque OPAIN-Mazzanti (calle 26 con carrera peatonal Petro, Bogotá) o el aeropuerto Luis Carlos Galán Sarmiento, alias “El que nos merecemos”.

Insisto en que esas no son y no pueden ser discusiones sobre arquitectura, urbanismo, patrimonio o temas afines, sino sobre negocios, contratos, comercio, manejos o ambiciosas manipulaciones políticas y administrativas más o menos tan transparentes, algunas veces, como una plancha de blindaje. Las certeras observaciones de Guillermo Fischer sobre el asalto pseudocultural a la manzana del Teatro Colón son apenas un asomo indirecto de la punta del iceberg contractual y procedimental que el Ministerio de Cultura ha logrado ocultar exitosamente, en años recientes, a la opinión pública y a otras autoridades oficiales tras los sofismas de distracción de costosísimas y muchas veces torpes o innecesarias intervenciones en algunos sectores vitales del antiguo teatro y, ahora, en el de expansiones aparentemente ilimitadas presupuestalmente del mismo, con contratos interminables e inflables de por medio.

No se trata de algún alegato sobre el relativo acierto o desatino arquitectónico de unas propuestas o acciones determinadas, sino de pedir una vez más un recuento público de las singulares finanzas acaecidas desde hace unos 15 a 18 años sobre el tema (el Teatro Colón), primero, de los proyectos sin  programa o estudios, de los estudios sin proyecto, de las obras sin estudios, programa definido ni proyecto completo, de las extrañas licitaciones con firmas cotizantes con dirección postal en la puerta misma del Teatro Colón, etc., etc. Tampoco vale la pena discutir sobre la torpe y grotesca escalinata a la puerta principal del teatro o la destrucción deliberada de la única tramoya manual superviviente en América Latina. Las críticas a esos “detalles”, según un alto funcionario del MinCultura, son “tonterías a las que no hay que hacerles caso”.

Tampoco se trata de la insólita “memoria descriptiva” (metamorfoseada en “entrevista periodística”) del proyecto ganador del concurso aparentemente internacional para ampliar desmesuradamente las dependencias del teatro, la cual parece una presentación de un proyecto de diseño no muy destacado en una cátedra de “taller” no muy avanzada ni bien dirigida. Menos aún sería cuestión de poner en duda la graciosa defensa feminista de tal proyecto, al mencionar (según G. Fischer) como mérito “cultural” o propagandístico de este la inclusión de una (1) mujer entre sus integrantes. Se trataría, en cambio, de señalar el curioso y estrechísimo ajuste entre el PEMP elaborado para la manzana del Colón por la misma entidad patrocinadora, organizadora y juez del concurso, y el proyecto escogido para el mismo lugar, fenómeno similar al que ocurre entre un cuerpo muy pasado de kilos y un vestido de baño dos tallas más pequeño de lo necesario. Este forzado ajuste no es, en realidad, un proyecto arquitectónico sino un renovado generador de contratos sobre el tema del Colón. No se está hablando, pues, de nimiedades como la proximidad del ábside de la Catedral o de la nula calidad arquitectónica del edifico Stella como parámetros de diseño o algo así, sino de los negocios en torno al Colón, que es un tema bien distinto. El proyecto parece decir: la catedral que se vaya al diablo, el edificio Stella que se vaya al cielo. Y todos tan contentos… Los autores del proyecto-PEMP para el Colón, eso sí, podrían alegar que las críticas que les han caído por su propuesta son injustas. En efecto, en décadas pasadas, cuando la mastodóntica Biblioteca Luis Ángel Arango invadió poco a poco otra manzana del centro histórico con un monstruo totalmente fuera de escala, indiferente a su entorno y de muy abigarrada calidad arquitectónica, no hubo debates, nadie se molestó por nada…

¿Hablamos de concursos? ¿En qué quedaron los varios de ellos abiertos para el aeropuerto que se merecían los tristes bogotanos y su indefinible entorno, ante la insaciable voracidad de las firmas constructoras y su poder económico, político y propagandístico? ¿No se dijo, acaso, que la demolición del antiguo terminal de pasajeros era indispensable para estacionar 6 aviones más en esa área? Eso no era cierto, pues ahí no caben de ninguna manera 6 aviones de los tamaños que se anuncian para un inmediato futuro. 6 avionetas jet privadas, sí, pero entonces ¿era de éstas que se hablaba? Esa macondiana justificación de un acto de barbarie cultural arquitectónica muestra claramente que el asunto no es de arquitectura sino de cierto flujo de contratos encadenados entre sí e interminables en la realidad, de preferencia. En el caso del Teatro Colón no se trata de establecer si la “polémica ampliación” es o no necesaria y de cómo hacerla, sino del cubilete mágico de recursos públicos que ronda en el trasfondo de la escena y del destino final de ese dinero que llega y llega pero no se sabe dónde.

Que la arquitectura no tiene la menor relevancia en estos alegatos, excepto como pretexto secundario, lo demuestra el desparpajo y cinismo de quienes defienden lo torpe, lo mediocre o lo erróneo, mencionando por ejemplo, en tono jocoso (cabe imaginar la calidad de los chistes que dirá cotidianamente el autor de la crónica de Arcadia citada por G. Fischer), propio para el “vulgo”, el tema de la lámpara donada para el Colón por Laureano Gómez. La lámpara era lo de menos. Las lámparas van y vienen. Cuando mucho son “arquitectura de interiores”. Lo bueno, lo interesante, eran los contratos para la nueva iluminación y las redes eléctricas del teatro. Contra todo esto, ¿qué puede hacer, por ejemplo, la aislada pero meritoria cordura y las buenas intenciones, esas sí inteligentes, del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural?

Lo anterior es música celestial ante los caprichos obsesivos de la Ministra de Cultura (¡!). Ante la imperial voluntad de ella y sus leales funcionarios ni siquiera existen las restantes entidades controladoras u observadoras del patrimonio construido colombiano y menos aun los gremios como el de los detestables arquitectos que “no hacen más que hablar mal unos de otros” (palabras de la Ministra de Cultura pronunciadas reiteradamente en ámbitos sociales). Súmese a esto lo que señala Guillermo Fischer en el sentido de que en el país proliferan ya (¿serán una mayoría o un selecto grupo?) los periodistas y directores de medios de comunicación dispuestos a escribir lo que les digan los “dueños del billete”. Es así como a un modesto “suelto” de seis líneas en una página perdida, vecina a los avisos de defunción, en un diario cualquiera, cuestionando o denunciando alguna iniciativa u obra oficial, las entidades patrocinadoras, públicas o privadas, los contratistas, interventores y comunicadores reclutados para la ocasión contraatacan con dos páginas completas o toda una separata propagandística, de costo multimillonario, autoelogiando las maravillas de lo que entienden por cultura arquitectónica y urbanística en el país. ¿Y entonces?

 

Germán  Téllez  C.
Arquitecto AIA, SCA

Comparte este artículo:

Arquitecturas icónicas: ¿Frank Gehry o Tintín?

Febrero 4 de 2014

Arquitectura icónicas

Desde la antigüedad, muchas ciudades se han destacado por monumentos o edificios emblemáticos culturales, religiosos, conmemorativos, o cívicos. Estas construcciones, por su belleza, calidad  arquitectónica o tamaño, llegan a ser con frecuencia la representación de un país. Es un proceso lento que termina en que no se puede pensar en el icono sin el país y viceversa.

Cuando Kefrén y Keops y después Micerino en el año 2540 a.C. construyeron en Guiza sus famosas pirámides, todo lo que querían era un espacio que pudiera contener sus almas por toda la eternidad. Nunca pensaron que se convertirían en la cara de Egipto ante el mundo. Dos mil años más tarde, Pericles reconstruyó la que llegó a ser, y sigue siendo, la acrópolis más bella de Grecia y, actualmente, la imagen representativa del país.

Si usted hubiera nacido 300 años antes de Cristo, y hubiera llegado en barco a una isla griega pasando entre las piernas de una estatua colosal en bronce de 32 metros de alto que representaba al dios Helios, nunca olvidaría al coloso ni que la isla se llamaba Rodas. La estatua fue destruida por un terremoto setenta años después y aún hoy a Rodas se la identifica con ese coloso.

Otro ícono, que después de desaparecido sigue como emblema de una ciudad, es la Biblioteca de Alejandría. Destruida por un incendio a finales del siglo III, y gracias a la poca y contradictoria información disponible, su tamaño y fama han seguido creciendo hasta convertirse en una leyenda. Diecisiete siglos después fue reemplazada por un hermoso edificio de los arquitectos noruegos Snøhetta.

Para los amantes de la arquitectura, la hermosa Hagia Sophia, o Santa Sabiduría –mal traducida al español como Santa Sofía– es la representación de Estambul. Construida en el año 360 a.C., fue catedral patriarcal, catedral católica y mezquita por casi 500 años, hasta convertirse en museo en el año 1935. Su belleza compite con el Taj Mahal en Agra, un edificio construido en mármol blanco hacia la mitad del siglo XVII por el emperador musulmán Sha Jahan en memoria de su esposa; este monarca nunca imaginó las hordas de turistas que, siglos después, identificarían  ese homenaje con la India.

Todos pensamos en Francia, y específicamente en París, cuando vemos la imagen de la torre que el ingeniero Gustave Eiffel construyó para la Exposición Universal de 1889. Pero el ejemplo más impresionante del último siglo, de un edificio que saltó a la palestra de los edificios emblemáticos, fue el de la Ópera de Sídney diseñada por Jørn Utzon. Este impactante teatro, gracias a su calidad arquitectónica, su originalidad y su emplazamiento, se convirtió en la imagen no solo de Sídney sino de Australia. Sin embargo, cuando se diseñó se hizo pensando en hacer un gran proyecto y no un ícono de un país.

Bogotá no podía quedarse atrás y en el año 2012 la Cámara de Comercio convocó a un concurso internacional para el proyecto del Centro de Convenciones de Bogotá. Para ahorrar camino, pidió de una vez un ícono sin darse cuenta de que este –generalmente– no nace: se hace. Afortunadamente, el jurado lo entendió así y escogió el proyecto que consideró el mejor. Lo de ícono se verá más tarde.

Pero hay un proyecto que sí se diseñó para que fuera ícono: el Museo Guggenheim de Bilbao. La década de 1980 fue especialmente dura para esta ciudad española; la fuerte competencia de los países del sudeste asiático obligó a cerrar fábricas y el desempleo se disparó al 35%. Era indispensable hacer algo para cambiar la imagen de la ciudad y atraer turistas e inversionistas. Los vascos decidieron jugársela con un edificio cultural: se asociaron con la fundación Guggenheim y contrataron al arquitecto canadiense Frank Gehry el diseño del emblemático Museo. El intento fue exitoso y, a pesar de las críticas al alto costo, la estética, la arquitectura o la calidad de la colección, el edificio puso a Bilbao en el mapa y la ciudad inició un proceso de recuperación conocido hoy como el “Efecto Bilbao”.

Desconocido, en cambio, es el “Efecto Nyon”. Este pueblo está enclavado en la orilla del lago de Ginebra. Al otro lado está el maravilloso pueblo medieval francés de Yvoire y más atrás el Mont Blanc. Es un lindo pueblo pero tenía un problema para ser competitivo, atraer el turismo y afirmar su desarrollo: que estaba en Suiza y en Suiza todos los pueblos son lindos. Hasta que un día apareció un señor de pelo corto y nariz larga que recorrió las angostas calles armado de lápices, papel y cámara fotográfica. Se llamaba Hergé, el famoso dibujante belga de las Aventuras de Tintín. En 1956 publicó “El asunto Tornasol”, una aventura que se desarrolla en las calles de Nyon, la plaza de la fuente del Maitre Jacques, y la casa de la Route de St. Cergue 113 que Hergé escogió como sede del laboratorio del profesor Topolino, uno de sus personajes. Ni corto ni perezoso, el pueblo declaró santuario e identificó con placas todos los sitios pisados por Tintín, distribuyó folletos destacando la vinculación del joven reportero con la ciudad, consiguió un automóvil rojo igual al utilizado por él, organizó visitas guiadas y, al igual que Bilbao pero sin invertir una fortuna, colocó a Nyon en el mapa.

Moraleja: para poner una ciudad en el mapa no es necesario amontonar toneladas de piedra, armar un andamio de acero de 300 metros, construir una enorme y costosa alcachofa de titanio o un ostentoso Centro de Convenciones. Basta con hacer un edificio sensacional. O invitar a Tintín.

 

Willy Drews

Comparte este artículo: