Archivo por meses: diciembre 2013

Bogotá Hoyos viuda de Calle

Diciembre 12 de 2013

No solo es frecuente: en el caso de Bogotá es permanente la inconformidad de los ciudadanos con su ciudad, especialmente en los temas de movilidad y seguridad. Aclaro: con Bogotá, porque no la consideran su ciudad. Los bogotanos habitan una urbe que sienten desconocida y extraña. Por eso las quejas se producen contra una entidad abstracta y ajena, y sus falencias les irritan pero no les duelen. Viven en un entorno que les es hostil, que no entienden cómo funciona –o mejor dicho como debería funcionar, pues de hecho no funciona–, y al no entenderla no pueden apropiarla y sentirla suya.

El primer paso para que la ciudad sea adoptada por sus habitantes es que desde niños nos expliquen que ese complejo urbano en el cual vivimos nos pertenece a todos, su buen uso es nuestro derecho y su buen manejo es nuestra responsabilidad. Voy a intentar una explicación elemental de la ciudad –y en especial de la calle– para los niños que no la reciben y los grandes que, cuando niños, no la recibieron.

El hombre es un animal gregario. Se unió con otros semejantes para cazar mamuts y defenderse de depredadores –incluyendo grupos de su especie– y conformó tribus. Al volverse agricultor, y por lo tanto sedentario, se fabricó su primer refugio y se convirtió en constructor. El crecimiento de la tribu exigió una organización social elemental que partía de un principio de autoridad, una asignación de tareas colectivas y una repartición de oficios y actividades.

Los primeros poblados se formaron entonces con construcciones elementales destinadas a vivienda. Posteriormente, y con la repartición de actividades, las construcciones se especializaron y funcionaron como recintos de uso privado que se relacionaban con sus vecinos a través de los espacios residuales entre construcciones. Estos espacios residuales en tierra fueron los primeros espacios públicos. En la medida en que los poblados crecieron, las construcciones se volvieron más ordenadas y definitivas, y los espacios públicos se convirtieron igualmente en espacios organizados y permanentes. Así nacieron calles y plazas.

El aumento de población implicó aumento de casas y calles y los poblados se convirtieron en estructuras más complejas que se fueron adaptando a las nuevas exigencias de la sociedad. Aparecieron nuevos espacios públicos abiertos (plazas, foros, parques, coliseos) y cubiertos (termas, mercados, bibliotecas) que conformaron, junto con los edificios de vivienda y servicios, lo que hoy conocemos como ciudad. En términos más amplios, la ciudad no es solamente la infraestructura física: incluye su población con su cultura y sus complejas redes sociales.

El espacio público por excelencia fue y sigue siendo la calle. Por ella circularon pastores y rebaños, carruajes y cabalgaduras, y fue la cuerda que cosió bohíos y palacios hasta convertirlos en ciudad. La invasión del automóvil con su agresivo cuerpo de metal y su peligrosa velocidad obligó a repartir los espacios de la calle entre vehículos y peatones, y aparecieron las calzadas y los andenes. El desarrollo de nuevas tecnologías y materiales (especialmente el concreto armado y el ascensor) permitió la aparición de edificios altos a lado y lado de las viejas calles de la aldea. Y las jóvenes ciudades se hicieron densas.

Pero esa misma densidad exigió mayores desplazamientos dentro de la ciudad, por las mismas calles que la vieron crecer, y aunque se construyeron vías mayores en la periferia, la movilidad en el centro se vio afectada por las angostas vías originales. Ampliarlas era la solución pero esto implicaba, irónicamente, demoler las antiguas casas y los grandes y costosos edificios que habían causado su saturación: solución valiente que solo ciudades como París, con un gobierno autárquico como el de Napoleón III y un urbanista arrojado y de corazón duro como Haussmann, pudieron acometer oportunamente y arrasaron con lo que fuera necesario. La renovación urbana no tiene corazón.

La imposibilidad de seguir construyendo nuevas calles al mismo nivel, y de paso destruir el patrimonio construido, obligó a pensar en adecuar otro nivel que no afectara la valiosa arquitectura: aparecieron los trenes subterráneos, o Metros, para mover pasajeros masivamente. Pero el tráfico siguió en aumento y algunas ciudades, como Los Angeles, optaron por un tercer nivel elevado para construir autopistas urbanas que absorbieran el tráfico pasante.

Veamos la historia de Bogotá. La ciudad se saltó la primera etapa –la de bohíos desordenados– pues Gonzalo Jiménez de Quesada la fundó aplicando el trazado de damero estipulado por las Leyes de Indias para todas las ciudades de la colonización española. Las primeras calles sirvieron no solamente para el tráfico incipiente sino además como espacio para juegos de niños y socialización de adultos; pero progresivamente se hicieron insuficientes y los alcaldes de los últimos cincuenta años se dedicaron a hacer estudios para el Metro, enterrado, a nivel y elevado –uno por cada alcalde–, pero ninguno fue capaz de iniciar las obras diseñadas por su antecesor. Peñalosa propuso como solución el sistema de transporte masivo a nivel, –Transmilenio– paliativo que al poco tiempo fue superado por la creciente demanda.

Entretanto, el excesivo uso no previsto de la malla vial acabó en los últimos veinte años con el pavimento, sin que ningún alcalde se decidiera a repararla. Como si esto fuera poco, cerramos con broche de oro el ciclo de burgomaestres indiferentes al tema de la calle, con un ladrón y un inepto.

Las calles están regresando a su condición primigenia de piso en tierra y pronto veremos circular nuevamente pastores y rebaños, carruajes y cabalgaduras. La mejor manera de usar la calle es no usarla y permanecer en nuestras casas, ajenos al uso de esa ciudad que nos pertenece pero no podemos disfrutar.

Solo me resta expresar mis sentidas condolencias a Bogotá Hoyos viuda de Calle y sus resignados habitantes.

Bogotá Hoyos viuda de Calle

Bogotá Hoyos viuda de Calle

 

Willy Drews

Todas las fotos son cortesía de Francisco Pardo

Comparte este artículo:

Arquitectura y diseño

Diciembre 5 de 2013

La silla de 1917 diseñada por Gerrit Rietveld –carpintero, diseñador y arquitecto– es una de las primeras exploraciones de De Stijl en tres dimensiones; inicialmente era negra, gris y blanca, los colores de este movimiento artístico al que pertenecía, y luego el diseñador la volvió negra, roja, azul y amarillo, para que se pareciera a las pinturas de Piet Mondrian. Aparte de los muebles fijos, como  armarios y cocinas, los arquitectos siempre han diseñado mesas, asientos, bancas, camas, sillas y bibliotecas, y lámparas o floreros, para encajar en su arquitectura, siendo muy conocidas las sillas de los grandes maestros modernos.

Le Corbusier creó, en 1925, muebles para la Exposición de Artes Decorativas en París, de los que la Chaise Longue es el más conocido: una tumbona de respaldo muy largo y reclinable, que fue presentada en el Salón de Otoño del Diseño de 1929. Y buscando un mobiliario para toda una casa, diseñó en 1928 la Silla LC1, en colaboración con Pierre Jeanneret y Charlotte Perriand, y sillas, sofás, mesas y asientos de comedor y sencillos taburetes para baño, todos pensados para revolucionar la fabricación en serie de los muebles modernos.

En la Bauhaus, la revolucionaria escuela de arte, diseño y arquitectura en la Alemania de principios del siglo XX, Walter Gropius buscó crear muebles económicos aplicando técnicas de la ingeniería, en los que, despojados de ornamentación, predominan las líneas geométricas; la escuela buscaba un cambio en la sociedad y en las formas de producción, a través de una nueva estética que sí logró imponer. Se trata de diseños que han perdurado hasta principios del siglo XXI  por su comodidad, simpleza y perfección, pero como un lujo.

Junto con Marcel Breuer y  Mies van der Rohe, crearon sillas de tubos de acero para las viviendas, con diseños que incluyen serios estudios ergonómicos y estéticos; y estas sillas todavía son empleadas pero, paradójicamente, en  ambientes elegantes y no en las casas comunes. Las más  célebres son el sillón Wassily de Breuer, de 1925, y la silla Barcelona que van der Rohe diseñó para el famoso Pabellón de Barcelona en la Exposición Internacional de 1929, sin duda la más conocida y usada de todas.

Frank Lloyd Wright diseñó muchos muebles y objetos, y para la casa Robie, de 1909 y la última de sus casas de la pradera, los diseñó todos; los que se hicieron más famosos fueron la mesa y las sillas del comedor. Y lo propio hizo Alvar Aalto, probablemente uno de los arquitectos más pródigos en mobiliario, maestro de la madera laminada; en compañía de su mujer y colaboradora  Aino Marsio, quien también diseñó muebles, fundó en 1935 la empresa de muebles Artek, que sigue comercializando sus diseños.

También están Charles (1907 -1978) y Ray Eames (1912–1988), y Eero Saarinen (1910–1961). Y entre los arquitectos iberoamericanos, están los reconocidos muebles de Luis Barragán, especialmente las sillas, butacas y mesas de su casa en México D.F., de 1948, que son de madera sólida, cuero, fibras vegetales y lanas; en su mayoría, estos muebles son reelaboraciones o depuraciones sobre varios objetos de diseño tradicional y anónimo, no  hechos en serie, que realizó junto con la diseñadora Clara Porset. Pero Rogelio Salmona sencillamente no los diseñó.

 

Benjamin Barney Caldas

Comparte este artículo: